El vals que perdura
Anclado frente a la verja del Retiro, el refinamiento de HORCHER atesora ecos de la gran cocina austrohúngara y elegancia francesa sin dejar de ser 'madrileñísimo'.
Entrar en Horcher equivale a meterse en una película de época. En su suntuario comedor, si uno cierra los ojos, puede imaginarse a sí mismo rodeado de espías internacionales, elegantes damas de época y capitanes de industria, todos atendidos con eficacia alemana por un servicio de sala coreográfico. Huele a lujo de la Vieja Europa, a caza mayor con toques afrancesados, a repostería austriaca. De haber existido en carne y hueso, el coronel Hans Landa de Malditos bastardos adoraría venir aquí cada día a comer apfelstrudel. O, quizá, el mítico baumkuchen ("pastel de árbol"), el rey de las tartas, que es un icono absolutamente adictivo de la casa. La historia se ha contado ya. En 1904 Horcher abre sus puertas en Berlín, por entonces punta de lanza del progreso, cuna después de las vanguardias de entreguerras y capital culta del mundo. Por aquel restaurante se dejaban caer Marlene Dietrich, Josephine Baker o Charlie Chaplin. Era una de las sedes de la alta gastronomía más reconocidas mundialmente. Era coetáneo de Maxim's y un templo por derecho propio, antes de que Michelin fuera el fiable radar del sibaritismo. Horcher era la réplica en lo culinario a los dioses blancos de la Bauhaus, el cine de la UFA o el arte de Dix o Grosz.
No tardó en alcanzar el estatus de lo que la jerga de tendencias llamaría a place to be, donde además se daba de comer estupendamente. Pero el sueño de Gustav Horcher y su hijo, Otto, colapsó cuando la II Guerra Mundial hizo inviable su permanencia
en Berlín. Las guerras son enemigas del lujo. Aquel reducto del placer se vio rodeado de ruinas, como una isla asediada por bombas.
Horcher se vio obligado a emigrar, dejando todo atrás, en una huida donde casi late la premonitoria melancolía de la canción Lili Marleen. Trajo consigo, en un tren, todo lo que pudo rescatar de su sede berlinesa. Es entonces cuando reabre su restaurante en Madrid. La ficticia neutralidad del franquismo de posguerra era el telón de fondo perfecto para que sus comedores fueran un exquisito teatro de maniobras entre cubiertos de plata. Funcionarios de la embajada alemana y agentes aliados iban a comer a Horcher, al tiempo que concebían estrategias secretas. La genuina atmósfera de entreguerras se teñía de sombríos actores políticos en disputa.
Este restaurante legendario se vio así atrapado en el desgarro de un siglo cuyos avatares están adheridos a sus mesas y a la trayectoria de una familia, los Horcher. Su biografía se solapa y explica el pasado siglo europeo. Ya van por una cuarta generación de brillantes y obstinados restauradores: en la última etapa ha tomado las riendas Elisabeth Horcher, que parece haber heredado la determinación de mujeres fuertes como Helene, la esposa del fundador. Durante 75 años, el sueño de refinamiento perpetuo ha latido en los genes de la familia.
Todo ello está narrado en Horcher (La Esfera de los Libros), un esfuerzo de Elisabeth por novelizar la historia de su familia y de un restaurante inolvidable. Tras hurgar en los archivos familiares ha conseguido armar un apasionante testimonio vivo de la grandeza pasada, al mismo tiempo que ha sabido poner a Horcher en sintonía con nuestro tiempo, sin perder un ápice de su tradición. La crisis acabó con la vida de santuarios como Jockey, Club 31 o Príncipe de Viana, hoy llorados por todos. Pero Horcher sigue en pie. Quizá el secreto sea después haber sabido captar el espíritu madrileño y adaptarlo a su cocina burguesa. Aquí uno sabe que entrará en contacto con la misma magia que atrajo a John Wayne, Ava Gardner o Dalí. Horcher es parte de la identidad de la ciudad. Este clásico cabalga sobre los tiempos. Es la Marcha Radetzky con un twist contemporáneo. El menú austrohúngaro con sofisticado afrancesamiento es un patrimonio gastronómico que debemos preservar como la última trinchera gourmet. Ojalá nos sobreviva a todos.