GQ (Spain)

VOY A TRABAJAR, COMO LOS PAPÁS

- por IAGO DAVILA

De vez en cuando, mi hija coge un ordenador de juguete, una réplica de un Samsung que nos regalaron en una tienda de telefonía y una mochila, y le grita a su hermano: "Déjame en paz, que voy a trabajar, como los papás".

La primera vez que lo dijo, mi chica y yo nos miramos decepciona­dos. ¿Qué imagen tienen de nosotros nuestros hijos? ¿No podían decir lo mismo cuando juegan a cocinar o cuando arropan a sus muñecos en la cama?

Como otros muchos padres, mi pareja y yo hacemos verdaderos malabarism­os para tratar de conciliar nuestra carrera profesiona­l y nuestra vida personal: nos quitamos horas de sueño, aprovecham­os el rato de comer para hacer recados, corremos para llegar a sus actividade­s extraescol­ares y nos leemos una docena de agendas de ocio para organizar planes familiares los ines de semana.

Y aunque hacemos todo lo posible para estar presentes en las distintas facetas de su vida, los críos nos ven como una pareja de ejecutivos estresados enganchado­s a un móvil y un ordenador portátil. No sé si hablo por todos, pero a nosotros nos preocupa la imagen que proyectamo­s en nuestros hijos. Al in y al cabo, vamos a ser una referencia para ellos en muchos aspectos.

Aquella noche, en la cama, me acordaba de Eldorado, de Revolver, y del sueco aquél que salía al inal de un Salvados sobre la conciliaci­ón, que decía algo así como que si el día que te mueras vas a recordar los informes que entregaste a tiempo o los buenos momentos que pasaste con tu familia.

Y, re lexionando sobre eso, se me ocurrió que, efectivame­nte, no quiero acabar mis días preguntánd­ome dónde se ha quedado lo mejor de nuestras vidas, ni sentir que no presté la atención que debía a mis hijos porque estaba persiguien­do audiencias y pensando formatos.

Pero también pensé que ver a tus padres levantarse de madrugada para adelantar trabajo y poder estar más tiempo contigo es otra lección de vida. Que saber que para pagar la casa, la ropa, la comida, el colegio, los juguetes, etc., hay que dar el callo es un aprendizaj­e importante; e, incluso, que, a veces, a pesar de todo el esfuerzo, las cosas no salen como uno esperaba.

Somos muchos los que vimos a nuestros padres y madres trabajar abajar y llegar a casa siempr siempre tarde, una vez y otra vez, 30 días al mes, para darnos herramient­as para la vida. Y hasta es posible que, en nuestro propio universo, también los hayamos visto caer. Pero su legado no habría sido muy bueno si hubiesen dejado en este mundo a seres humanos que piensan que la vida les debe algo o que con cumplir es su iciente.

Al igual que otros valores, el esfuerzo, el sacri icio, la responsabi­lidad y el compromiso también se aprenden en casa. Valorar los pequeños triunfos, enfrentars­e a los desafíos con aplomo y gestionar la frustració­n son enseñanzas que conforman adultos capaces, seguros de sí mismos y, en consecuenc­ia, más felices. También serán personas que podrán mejorar las políticas de conciliaci­ón y los derechos sociales. Apartar a los niños de esta realidad sólo conduce a la dependenci­a, la ansiedad y la depresión. Y no creo que ésa sea la herencia que un padre quiere dejar a sus hijos.

Mi hija aguanta unos dos minutos jugando con su ordenador y su móvil de mentira. Luego los recoge y me dice muy seria: "Ya he trabajado mucho. Me voy a casa, que tengo que celebrar el cumple de Bebé Grande". Y saca su tarta de madera, improvisa un mantel y reúne a todos sus muñecos para organizar una merienda que puede llegar a durar hasta una hora. Puede que, poco a poco, el mensaje vaya calando.

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