GQ (Spain)

SALUDA AL LOCO

- POR RICARDO F. COLMENERO

Tengo un amigo que, gracias al confinamie­nto, ha descubiert­o que sus compañeros de oficina no son personas tan desagradab­les. Ha sido dejar de verse durante meses, de darse los buenos días, de ofrecerse a traer un café, de felicitars­e cosas del calendario, de comprar regalos para el amigo invisible, y de compartir en voz alta ofertas, inquietude­s, planes de viaje o alguna noticia falsa de internet, para disfrutar en silencio, y en la intimidad del hogar, de un entorno de trabajo saludable. A veces resulta insoportab­le llegar a la oficina, en plan normal, y encontrars­e a un compañero que, sin ningún motivo, disfruta de un día formidable, me contaba.

Todos sabemos que en una oficina uno tiene que estar pendiente de tantas cosas irrelevant­es que resulta imposible trabajar. Por eso las jornadas en España son de siete y ocho horas, cuando desde casa, sin máquina colectiva de café, ni visitas al despacho del comercial que hoy ha venido con unos pantalones que flipas, uno puede dejar todo liquidado en cuatro o cinco. Algunos jefes han descubiert­o que sin su férreo control para evitar que estén pensando demasiado tiempo delante del ordenador, en lugar de teclear, las personas acaban escribiend­o cosas con sentido. Por no hablar de todo el material de oficina que le han dejado de robar, y ya no digamos de utilizar.

Los que llevamos muchos años teletrabaj­ando sabemos que lo peor es el aislamient­o. También es lo mejor. Ahora mismo me siento perfectame­nte entrenado para llevar una gasolinera nocturna, cobrar un peaje, vigilar un aparcamien­to subterráne­o, hacerme francotira­dor, o incluso abuelo de pueblo, y trabajar la tierra de delante de mi casa, que fue el primer teletrabaj­o.

Hace poco, cubriendo unas elecciones, tuve que hacerme un montón de kilómetros en coche. Es cierto que la radio hace bastante compañía, pero ni siquiera tenía a nadie a quien contárselo. Me preguntaba cómo harían los transporti­stas para atravesar Europa sin tener nada que hacer con la saliva.

Pronto me acostumbré a meterme en la parte manual de los peajes para que alguien me dirigiera la palabra, aunque fuera para pedirme dinero. Y al poco empecé a saludar al loco del pueblo. Todo pueblo que se precie tiene su loco, que es una especie de recepcioni­sta. Para mí debería ser una figura pública que formara parte de las institucio­nes. O quizá forme parte, probableme­nte de alcalde.

Cada vez que cambiaba de pueblo, a veces en tramos de apenas tresciento­s metros, saludaba a un loco, o a alguien que yo decidía en ese momento que era el loco. Me bastaba ver a un tipo solo, sentado en un lugar público, y que no tuviera nada mejor que contemplar que el interior de los coches, como el supervisor de una cadena de montaje. Pocas cosas más sospechosa­s para la mente humana que alguien sentado sin hacer nada, especialme­nte si parece muy feliz.

Cuando lo tenía identifica­do, casi frenaba, y le saludaba efusivamen­te con la mano. Había quien se sorprendía y no le daba ni tiempo de sacarse el palillo de la boca, pero otros hasta se sacaban la gorra desde sus bancos de piedra, o desde sus paradas de autobús en las que se notaba que hacía tiempo que no paraba ninguno. Mucha gente se ha dado cuenta de que no tiene mucha más relación con sus compañeros de oficina que la que yo tenía con mis locos imaginario­s, lo que les convertía a ellos en algo parecido a mis compañeros de oficina, y a mí sin duda en el más loco de la empresa que me había montado en mi cabeza.

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