GQ (Spain)

PEQUEÑOS PLACERES CANALLAS

- POR MANUEL JABOIS

Mi amiga Pilar Álvarez es mi carnívora favorita y amo comer carne con ella; a veces llegamos a la mesa, pedimos, comemos dos chuletones y nos vamos sin dirigirnos la palabra. Qué vas a decir, si miles de años después seguimos igual, arrancando con los dientes carne del hueso de una vaca. La derrota es absoluta. Pero es una derrota bella y muy sabrosa. Como además mi amiga es también mi editora, procuro dejar el hueso limpio como un párrafo, a veces de forma tan obscena que, mientras gruño, un camarero se acerca a preguntar si "va todo bien". Y cómo no va a ir bien, si siempre que uno se sienta fuera de casa va siempre todo bien, si no, no se sentaría (salvo en hospitales).

En esas carnes y ese espíritu con el que se comen está el mandamient­o que Julio Camba tenía sobre las sardinas, sin que las sardinas se parezcan a un chuletón (aunque son energías parecidas). No se trata, decía Camba del pescado, precisamen­te de un manjar de buena compañía, "sino más bien de eso que los franceses llaman un (…) Las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas, ya no podrán respetarse nunca mutuamente". Esto último es dolorosa verdad. Nadie que me haya visto comer carne me respeta; ni carne ni cualquier cosa, incluso no hace falta que coma. Tiene que ver con la pulsión, el placer y el horror; dentro de cien años la humanidad, como cada vez que pasa un siglo, mirará atrás espantada. Y uno de esos espantos, probableme­nte el más atroz de nuestra historia como especie, será el de saber que comíamos animales. Que los criábamos para comérnoslo­s. Y nos parecía bien.

En todo eso pienso, aterrado, cuando voy al encuentro de otra amiga con la que como carne, ésta en Galicia, para sentarnos un día entre semana de Navidad en San Blas, Salcedo, Pontevedra. Nos cruzamos con todos esos hombres mayores en vaqueros, camisa y sudadera de chándal. Pedimos churrasco, ensalada, agua, cerveza y paz. Ración extra de patatas fritas y de salsa, de churrasco (cerdo siempre, no ternera) ya veremos. Le pregunto por su hija mientras meto las manos en la carne empapada en salsa, levanto el hueso como el cadáver de una rata y empiezo a mordisquea­rlo arrancando jirones mientras observo por el rabillo del ojo que me contempla espantada.

–Háblame mejor de ti –me dice.

–Entiendo que no quieras mezclar a la niña en esto –le digo–, pero se va a encontrar cosas peores; mujeres y hombres que en lugar de comer estos huesos delante de ella la comerán a ella misma, en la primera o en la segunda cita, y al llegar a casa te despertará para contártelo ilusionada.

–Cuánto tiempo sin verte –suspira.

Repetimos plato, lo cual es una barbaridad, y comemos tanto y tan bien que al salir vuelvo de nuevo a Camba y a su teoría de que las sardinas asadas saben muy bien, pero saben demasiado tiempo: "Después de comerlas uno tiene la sensación de haberse envilecido para toda la vida". Algo así pasa con la buena carne, al menos hasta la siguiente churrascad­a, que tendrá que ser en Galicia porque de Madrid siempre se dice que su principal defecto es que no tiene mar, pero lo que realmente no tiene Madrid es churrasco.

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