GQ (Spain)

TEORÍA DEL CAOS

- POR RICARDO F. COLMENERO

Parte del trabajo de ser padre se parece al de los que limpian el fondo del estanque de El Retiro cuando lo vacían. Un león de peluche, un hipopótamo de peluche, una medalla, una moto del tamaño de un móvil, un bote de Coca-cola, una guitarra de la Patrulla Canina, Ironman, Capitán América, Hulk, folios, acuarelas, tres coches diminutos, un camión de un metro de longitud, un pompero, dos cuentos, tizas de colores, un superzing con cabeza de hacha, y así la cosecha de un día bajo el sofá.

Pero peor es lo del dormitorio, cuando el suelo amanece plagado de piezas diminutas. Había visto la broma en Twitter, la de la foto de un tiburón blanco sacando la cabeza con la boca abierta, como para cazar una presa invisible, pero que en realidad había pisado una pieza de Lego. A veces lo barro igual que se saca el lodo de las casas después de una lluvia torrencial. Un hijo es una tormenta que dura aproximada­mente unos dieciocho años; y más vale empezar pronto a amar lo descolocad­o, lo roto, lo pintado y lo pegado.

Las paredes tienen heridas, pegatinas y pisadas. En mi entrada hay un agujero en la pared, y luego una mancha de pintura azul, y una raya negra que va del salón al dormitorio, de cuando un avión tuvo dificultad­es para despegar de lado.

Te sientas a trabajar en tu escritorio y hay pintadas en la agenda. Ni una sola película infantil ha logrado caricaturi­zar el caos. Si pintara un cuadro de lo que veo y lo colgara en un museo, un crítico hablaría de imágenes extrañas, cómicas y descabella­das; de alusiones al pecado, a la transitori­edad de la vida y a la locura del hombre. Lo mismo que dijeron de El Bosco.

Te lo tomas mejor si empiezas a pensar que siempre quisiste tener un chimpancé o un orangután como Clint Eastwood en Especialme­nte si suele caminar por el respaldo del sofá mientras miras tu y un cuadro enorme de Brasil cae con la esquinita sobre tu rodilla, y piensas que el dolor no sería mayor a ser sepultado bajo un alud de favelas.

La única forma de saber si quieres tener hijos es teniéndolo­s. La mera observació­n del prójimo, por mucho que sea un sobrino, es disuasoria. Incluso causa de abortos espontáneo­s por ataque de pánico. Muchos estarían dispuestos a someterse a una operación para tener otra nariz, pero no mirar el vídeo de un cirujano abriendo los huesos de la cara como la cáscara de un centollo.

Mi psiquiatra me decía que el miedo se me pasaría, y que tenemos un cerebro primigenio, de cuando éramos lagartijas o algo así, y que entonces se despertarí­a en mí una especie de instinto de protección. Hasta ahora sabía que hablaba de mi protección. Pero en realidad no estamos tan bien hechos, o no estamos hechos para la generosida­d, porque no existe el amor de padre o madre. Es puro egoísmo. Tu hijo te provoca placer. Un placer único que no habías conocido antes. Por eso no hay relación más tóxica que la de un padre con sus hijos. No te conviene pero estás enganchado. Lo certifican tus ojeras, tu ropa vomitada, el pelo que poco a poco desaparece de tu cabeza para mudarse a las orejas.

Algún día estará todo ordenado y me moriré de pena. No sé el precio que puede alcanzar en Sotheby's un plato partido por la mitad que Lauren Bacall le lanzó a Humphrey Bogart, pero mucho menos de lo que llegarías a pagar tú por que tu taza favorita de la Iniciativa Dharma no estuviera intacta.

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