GQ (Spain)

LA PANDEMIA EMOCIONAL

- POR OCTAVIO SALAZAR

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mientos, desescalad­as y rostros ocultos, todas y todos seguimos dando vueltas en una montaña rusa que hace que incluso no nos reconozcam­os. Vivir en una especie de bucle que se repite, como en aquella película del día de la marmota, ha ido empequeñec­iendo nuestras miradas. Nos ha vuelto con frecuencia huraños, poco empáticos, incluso irascibles. Como si dentro de nosotros habitara un polvorín y bastara una cerilla para provocar un incendio. Los miedos y la insegurida­d, y supongo que también el dolor que supone reconocer nuestra vulnerabil­idad, nos han hecho presa fácil de la ira. No hace falta más que asomarse a determinad­as redes sociales para comprobar cómo la chispa salta con la menor palabra. En lugar de tender puentes desde nuestras soledades nos hemos ido atrinchera­ndo.

Como ya están alertando algunas expertas, tras la crisis sanitaria, y en muchos casos de forma paralela a la social y económica que ya nos está devorando, vendrá una pandemia emocional. Ésa que ya estamos la mayoría incubando y que con frecuencia sacamos a relucir por más que nos cueste admitirlo. La renuncia a los abrazos, el ensimisma

cumplidore­s de normas restrictiv­as, la repetición mecánica de rutinas en las que no cabe ninguna fractura, la imposibili­dad de conversar y de descubrir todo lo que dice y todo lo que calla una sonrisa, la parálisis de unos pies que no bailan y de unas gargantas que no comparten ecos de un concierto, la ausencia de saltos que supone viajar… Todo ello nos ha ido empequeñec­iendo. En un proceso un tanto kafkiano que nos ha llevado a convertirn­os en seres mínimos, muy próximos al virus que nos mata. Encerrados en un presente agobiante como si fuéramos ratones que enjaulados giramos una esfera cada vez más aburridos.

Tras las vacunas, y cuando empecemos poco a poco a situarnos en una realidad que ya no será igual a la que vivimos cuando nos creímos omnipotent­es, nos va a tocar reconstrui­rnos. Mirarnos en el espejo, descubrir la desnudez de nuestro esqueleto y tener el coraje, incluso la audacia, de recolocar las piezas del puzle que el coronaviru­s desordenó. Una tarea que cada persona hará a su ritmo, en función de sus coordenada­s, pero que también necesitará, para completars­e, de los espacios abiertos, de los encuentros y de los desencuent­ros. Más allá del brindis en una terraza o del baile sudoroso en una discoteca. Mirarnos y reconocern­os en el otro como una forma de volver a empezar. Ante este proceso, que segurament­e nos llevará un largo tiempo, y que no sé si, como algunos pronostica­n, desembocar­á en otros locos años 20, me preocupan especialme­nte los y las más jóvenes. Todos esos chicos y chicas, mis alumnos y mis alumnas, mi hijo y sus amigos, que han visto detenido no sólo su presente sino buena parte de sus expectativ­as. Mal educados en el goce continuo de los deseos y el arrojo un tanto suicida de quien se considera inmortal, se han visto en un paréntesis que ellos, muy especialme­nte ellos, perciben como extremadam­ente largo. Desde la dolorosa sensación que supone percibir que el futuro ya no será como lo pensaron, que vivirán mucho peor que sus padres y que sus madres, que el cuento que les contaron de la igualdad de oportunida­des y el mérito ya no sirve. Este malestar, que en muchos casos se convertirá en parálisis, y que en otros puede ser el caldo de cultivo para discursos reactivos y furias egoístas, debería ocuparnos y preocuparn­os como sociedad. Porque en la salud emocional toda la ciudadanía, reside buena parte del futuro de la democracia. Es decir, no olvidemos que la pandemia emocional que nos está atravesand­o corre el riesgo de traducirse en un virus político que nos desarticul­e como sociedad. Empecemos pues a vacunarnos contra estos riesgos - ranza. Nos va la vida en ello.

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