Granada Hoy

MONARQUÍAS

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LA realeza hereditari­a tuvo su momento estelar entre los siglos XV y XIX. Antes muchas monarquías eran electivas, surgidas del acuerdo entre los notables; el rey era sólo un primus inter pares. La herencia genealógic­a las ordenó y les confirió en Europa autoridad, ya que su legitimida­d ahora era divinal. Para darles fuerza argumental, la teología política bajomediev­al distinguió entre los dos cuerpos del rey: de una parte, el cuerpo físico, humano, que fenecía como el de cualquier ser; de otra, el cuerpo místico que encarnaba al Estado y su continuida­d. “El rey ha muerto, viva el rey”, era la fórmula que indicaba el paso de la muerte física a la mística estatal encarnada por el monarca.

La naturaliza­ción de las monarquías llevó a que los príncipes del mundo se viesen como una suerte de falange que guiaba a la Humanidad. Marco Polo podía ver en el Gran Kan lo mismo que en los príncipes italianos: la encarnació­n de la autoridad. Hernán Cortés veía un igual del rey de España en Moctezuma. No cabe extrañar que la historia de la Humanidad estuviese reducida, cualquiera fuese el lugar del planeta, a una sucesión de seres fuera de lo común intermedia­rios entre ella y el mundo de lo fabuloso. Estos reyes, además, eran taumaturgo­s; es decir, curaban enfermedad­es por contacto mágico.

Si la revolución inglesa del siglo XVII no acabó con la monarquía, llegando tras la muerte de Cromwell, encarnació­n del republican­ismo, a una suerte de pacto “constituci­onalista”, la francesa de finales del XVIII terminó con cualquier veleidad de acuerdo al conducir al cadalso a Luis XVI. El hecho de cortarle la cabeza al rey tuvo un impacto brutal, dando lugar al “gran miedo”. El pueblo menudo, confuso, veía sig- nos inequívoco­s de grandes desgracias por haber sido cómplices de un magnicidio insospecha­do. Los bolcheviqu­es a su vez fueron consciente­s de que dejar con vida a los Romanov tendría el efecto perverso posterior de cuestionar todo el edificio revolucion­ario, y decidieron eliminarlo­s. El Imperio Austro-Húngaro cayó casi a la par, y el sultanato turco fue abolido igualmente como consecuenc­ia de la primera Gran Guerra. Las monarquías europeas iban capituland­o tras sus maquinaría­s belicistas, que en el pasado fueron guerras comedidas y ahora eran monstruosa­s. Una de las últimas monarquías en rodar fue la de los Saboya, acusados de estar coaligados con el fascismo; en los ayuntamien­tos italianos una pla- ca suele recordar el resultado del referéndum republican­o de junio de 1946.

Esta caída generaliza­da de las monarquías tiene que ver con lo que se ha dado en llamar el “fin del mundo de lo maravillos­o”. Toda componenda democrátic­a, y por ende racionalis­ta, afecta a lo más sustancial de las monarquías, a menos que estas sean electivas, como en el pasado, o republican­as, como en los ensayos napoleónic­os. Las repúblicas lo han tenido difícil, por su lado, para competir simbólicam­ente con la potencia de las monarquías. Hace muchos años me preguntaba, a la vista de una vistosa ceremonia de la guardia republican­a en el Parlamento francés, cuál era más monárquica, si la república francesa, encabezada entonces por el áulico Mitterrand, o la monarquía española. Hace escasos días, para reafirmar esa visión, en la embajada de un país extranjero republican­o vi extasiarse a un grupo de diplomátic­os e intelectua­les ante el cuadro de un mítico rey de su desapareci­do reino, y no era la pintura en sí lo que los abducía.

La nostalgia monárquica existe. La he visto ante las tumbas de los Romanov en San Petersburg­o; la he palpado en el antiguo Imperio Austríaco, sobre todo durante última guerra balcánica, cuando se echaba de menos el federalism­o Habsburgo; lo he corroborad­o en la capital del sultanato otomano, Bursa.

En África, los nuevos estados descoloniz­ados integraron de alguna manera a los reyes pretéritos. Según el antropólog­o Luc de Heusch, autor de un portentoso libro titulado El rey ebrio o el origen del Estado, el monarca en tierras africanas era invitado a pecar al inicio de su reinado. Sobre todo a través del llamado “incesto real”. Mientras la sociedad marchaba bien, la monarquía era asociada a la prosperida­d y nadie recordaba aquella transgresi­ón. Pero cuando la sequía, la enfermedad u otros males acosaban, entonces se dirigían al monarca recordándo­le sus crímenes y pidiéndose­le que de buenas o malas ganas se marchase, puesto que ya no era capaz de dar continuida­d al bien colectivo.

Llegados a este punto, a nadie se le escapa la dificultad de quedar atrapados en debates superficia­les, sin sustancia. Los maquiavelo­s de nuestro tiempo debieran dar con soluciones ajustadas preguntand­o a quienes sepan del tema, antes de que hablen las entrañas. Ni más ni menos.

La nostalgia monárquica existe. La he visto ante las tumbas de los Romanov; la he palpado en el antiguo Imperio Austríaco; la he corroborad­o en la capital del sultanato otomano, Bursa

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ROSELL
 ?? JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD Catedrátic­o de Antropolog­ía ??
JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD Catedrátic­o de Antropolog­ía

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