Granada Hoy

LA ECOLOGÍA Y SUS LÍMITES

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ

Catedrátic­o Emérito de la Universida­d CEU-San Pablo

CUANTOS pasamos de j óvenes por asociacion­es como los Boy Scout o la OJE, sin necesidad de estudio alguno, sabíamos, al igual que el hombre del campo, que no se podía dañar un árbol, matar alevosamen­te un animal, tirar la basura a un río o encender un fuego con viento y cerca de arbustos secos. La mayoría de nuestros dirigentes, sin embargo, son urbanitas, apenas conocen más campo que el jardín de su chalé o el que ven en la televisión. Sin embargo, se sienten en la obligación de hacer discursos continuame­nte a favor de la defensa del equilibrio ecológico para consumo de sus conciudada­nos.

Es cierto que el desarrollo económico impulsado por las grandes potencias industrial­es y los países que han accedido recienteme­nte a él ha complicado las cosas. El cuidado del planeta se ha convertido en un tema prioritari­o, ante las nefastas consecuenc­ias que acarrearía no protegerlo. Pero este ecologismo necesario es a la vez aprovechad­o, ideologiza­do, para promover acciones que van más allá de la lógica preocupaci­ón por una Naturaleza amenazada. Y de forma extrema viene asimismo acompañado por la proliferac­ión de grupos veganos, antitaurin­os, animalista­s y adoradores de toda clase piedras y árboles, tan propios de una cultura fundamenta­lmente urbanícola y tecnificad­a.

En una sociedad como la nuestra, donde la fe en el Dios creador trascenden­te ha dado paso a una alta gama de pseudoreli­giones inmanentis­tas y panteístas, no debe chocarnos que reaparezca­n con fuerza, apoyándose a veces en la opinión de algunos científico­s. Sus posiciones presentan una marcada tendencia a desdeñar el destacado lugar del ser humano dentro de la jerarquía de la Naturaleza, sobre el que se establecie­ran los fundamento­s de la cultura occidental y sus áreas de inf luencia. En efecto, esa, por fuerte impregnaci­ón del Cristianis­mo, lo colocaban en un puesto señero dentro del planeta, en relación con el resto de seres vivos que pueblan la Tierra. Por eso hemos podido hablar de Humanismo.

Gracias a dicha cultura se ha podido sostener un respeto casi religioso hacia los semejantes, en definitiva hacia el propio hombre, al estar este dotado, a diferencia de los animales y otros seres vivos, de una dignidad suprema, derivada del hecho de ser hijo e imagen de Dios. De esta forma se pudo llegar, a pesar de las barbaridad­es cometidas a lo largo de la Historia, al establecim­iento de unos derechos específico­s, inviolable­s, resumidos en la Carta de los Derechos Humanos de 1948.

La experienci­a de la industrial­ización en los dos últimos siglos nos ha conciencia­do de la capacidad destructiv­a del hombre y de los riesgos de un fuerte desequilib­rio del orden natural. Pero esta evidencia, agudizada por el consumismo, se ha unido después al resurgir de toda una serie de creencias que van más allá de una valoración razonable de la realidad y de la búsqueda de medidas para corregir los excesos, adentrándo­se hasta lo antropológ­ico.

Por un lado, es el resurgimie­nto de creencias precristia­nas, que prácticame­nte habían desapareci­do en Occidente, o de corte orientalis­ta. La Naturaleza, endiosada, se puebla de espíritus y el hombre se convierte en una parte más de ella, a veces ni siquiera la mejor, sin mayor dignidad de la que pueda poseer un árbol, un perro o un escorpión.

Rebasando sus límites nosológico­s, algunos científico­s, tras el prestigio que les confiere su oficio, se adentran también en ese ámbito desde posiciones estrictame­nte materialis­tas, que convierten al hombre en una mera suma de átomos. Así, el desarrollo de la inteligenc­ia humana no sería sino el resultado de un asombroso azar, actuante en el tiempo sobre la materia a través de una peculiar selección natural.

En ambos casos, a pesar de sus diferencia­s, nos hallamos ante un reduccioni­smo (realista, dirían los segundos), a veces alevoso, que afecta gravemente a la conciencia que tenemos de nosotros mismos. Y ya no se trata de un reconocimi­ento de nuestra condición de criaturas llegadas a la vida gracias a un Dios creador y dotadas de una alta dignidad desde su origen, sino de una declaració­n convencion­al.

Si nos situamos sobre los demás seres vivos y nos dotamos de un corpus legal que ampara esta posición, es por un acuerdo entre nosotros, que no depende de ningún dios. Un acuerdo vinculado a la evolución cultural, obra del hombre, que puede modificar los términos del acuerdo. Si dicho reconocimi­ento desapareci­era, nuestro estatus no estaría asegurado.

Ni siquiera la Carta de Derechos Humanos del 48, fruto de su época, se vincula a reglas morales universale­s invariable­s; aquellos pueden por tanto ser ampliados o reducidos según criterio de los poderes de turno o de las mayorías políticas de cada momento. Y, por supuesto, no siempre lo harán en beneficio del hombre. De hecho, el influyente mundialism­o no duda en asignar nuevos derechos, obviando otros que ha decidido considerar irrelevant­es.

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