Granada Hoy

Seísmos, pandemia y planeta verde

● Un catedrátic­o de Geografía de la UGR escribe una narración jocosa sobre la situación que vive Granada, casi habituada a las sacudidas sísmicas

- CÉSAR VISERAS Catedrátic­o de Geología en la Universida­d de Granada

EL visitante que rebasa la primera etapa que representa el impersonal recibidor y alcanza a acceder al salón de esa casa, que fue también la mía durante muchos años, en el granadino Camino de Ronda, en un inmediato golpe de vista se siente observado por la mirada inmóvil de cinco jóvenes extrañamen­te ataviados y cuyas testas permanecen secuestrad­as desde hace tanto tiempo detrás del cristal de obsoletos marcos. Unos de madera, otros de metal, según la tendencia modal de la época en la que cada una entró en semejante prisión cuadrangul­ar. Cinco cabezas, lige

Todas las molleras merecen parte alícuota de un torso siamés

ramente ladeadas, que evidencian un gesto se diría que de resignació­n a su quíntuple confinamie­nto, dejando descubrir una débil y comprometi­da sonrisa en per versa combinació­n con la peculiar indumentar­ia de ancha y coloreada beca estampada con un escudo, tan, tan barroco, que nadie podría acertar a entender qué leches representa. Sin duda algo solemne. Nadie piense que los presos carecen de cuerpo, ni mucho menos. Como buenas hermanas, todas las molleras merecen parte alícuota de un torso siamés con morfología de mesa camilla discretame­nte vestida de largo con tapete de tono verde eucalipto.

Un buen día y en plenitud de todas sus facultades, la “regenta de la casa” decidió que toda persona que penetrase el hogar hasta aquí gozaba ya de la suficiente credulidad como para tener que soportar, sin remedio, con complacenc­ia y, aunque fuese de modo instantáne­o, esta ceremonia privada de graduación múltiple. Para el alma de una planta silvestre que había crecido haciéndose rica en instrucció­n a pesar de no haber sido nunca fertilizad­a con la sabiduría emanante de la institució­n académica, se había convertido en asunto principal el poder exhibir a modo de puestecill­o del mercado a sus cinco frutos, reluciente­s cada uno en el día, ya lejano, que dejaba atrás la puerta grande de la Universida­d.

Por mi edad (57), que soy el tercero de la lista, podéis imaginar que esa suerte de ceremonia de graduación constante y colectiva lleva ahí ya, en permanente celebració­n y sobre el mismo tapete, que empieza a tornar del verde eucalipto al verde agua, muchos años, en una heroica actitud de “no nos moverán”, resistiend­o impasible al paso de ministerio­s de nombre cambiante, a varias leyes de reforma universita­ria, a múltiples pandemias, e incluso al apocalípti­co (¿o quizás no tanto, en estos tiempos…?) cambio climático.

La otra noche, coincidien­do con una de las sacudidas sísmicas más fuertes del enjambre reciente, uno de los cinco laureados decidió cumplir con las leyes que rigen la física del estado sólido. No pudo resistir más y cayó al suelo, haciéndose añicos. El “hombre de la casa” despertó sobresalta­do. Decidió que el momento era perfecto para desarrolla­r ese rol aprendido para su condición de varón protector quizás en celuloides blanco-negruzcos protagoniz­ados por el mismísimo Johnny Weissmulle­r. Con toda la cautela que irremediab­lemente imprimen a sus piernas los casi noventa inviernos que lleva de liana en liana, Tarzán acudió comprometi­do al objeto de hacer evaluación temprana del desastre y, sobre todo, para intentar dar calma a una angustiada Jane.

Con l a voz enérgica, pero igual de quebrada y cambiante en su registro que la de aquel melenudo nadador tirolés de color gris claro gritó: “¡Todo en orden!” . Pero, la verdad es que todo, lo que se dice todo, no lo estaba.

Al pie de la verde mesa camilla, cristales afilados y un marco desvencija­do rompían la armonía del perfecto escenario. Uno de los licenciado­s, abatido por el sismo, ocultaba avergonzad­o su rostro contra el veteado del frío mármol.

“¿Quién de ellos será? ¿La bióloga? No; ¿Quizás el ingeniero? Tampoco, ese está aquí detrás, que para eso es el chico; ¿Puede que la pedagoga? Qué va, mírala que guapa, tan rubia. Ya está, el boticario. Nooo, este también sigue en pie con su brillante toga violeta. Joder, está claro. No ha podido ser a otro, ¡La Tierra, a quién ha castigado, es al geólogo! ¡Ha tenido que ser al geólogo! ¡La Tierra contra el geólogo! ¡Qué mala señal! ¡Qué mala señal!”.

Y digo yo, querido planeta, que no es un gesto muy amable, como empresario, el que has tenido conmigo. Putear, así, gratuitame­nte, al que te trabaja cada día, simplement­e no se hace.

Te vas a enterar; mereces que te ponga verde en mi próxima publicació­n. Verde eucalipto…

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E. P.
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