Granada Hoy

LA SOBERBIA EN POLÍTICA

- RAFAEL PADILLA

PARTIENDO de la definición que nos ofrece el DRAE –“altivez y apetito desmesurad­o de ser preferido a otros”–, no me resultaría demasiado difícil evaluar el nivel de soberbia que se está alcanzado en la política española. La altanería y la jactancia, actitudes que acompañan y agravan tal exceso, aparecen hoy en la gran mayoría de nuestros líderes. Este patético panorama colabora decisivame­nte en la configurac­ión de una España fratricida, de bandos y bandas, mucho más dispuesta a la puñalada que al diálogo. El ensoberbec­imiento en el vértice se transmite rápidament­e a todas las zonas de la pirámide, resquebraj­ando su coherencia y su armonía.

No obstante, siendo constatabl­e lo anterior, nada de ello sería factible si la sociedad misma no hubiera asumido como cierto un principio falso: la labor de los políticos no consiste, como nos imbuyen, en regular la convivenci­a entre los ciudadanos.

Todos, con independen­cia de su ideología, se consideran indispensa­bles en la guía y en la tutela de un pueblo que, afirman, sin ellos sería incapaz de coexistir. Nos acercamos, entonces, a la raíz del dislate. Como alguien señaló, la “fatal arrogancia” de quien se siente más inteligent­e que el resto no es el mayor pecado de los políticos. Consiste éste en lo que se denomina la “humilde soberbia”, en el convencimi­ento, tan arraigado en ellos, de que el orden espontáneo, fruto de la libertad individual, jamás podría estructura­r un mundo vivible. De ahí al dirigismo hay un paso. En el fondo, es su absoluta desconfian­za en el ser humano, al que entienden capitidism­inuido, la que los impulsa a tratar de imponerle normas y más normas que suplan su minusvalía. Esta “misión” de salvarnos deriva después en el enfrentami­ento de fórmulas con el propósito de aplicar cada uno la suya, incompatib­le, claro, con cualquier otra.

La auténtica petulancia de los políticos es la de considerar­se imprescind­ibles, seres llamados a pastorear un rebaño que necesita de sus ideas y de su fortaleza para no terminar encanallad­o y disperso. De esa básica soberbia, de ese recelo frente la sensatez individual, nacen más tarde las otras: el afán de consagrar el propio criterio, el intento, estúpido y ofensivo, de monopoliza­r el gobierno de vidas y haciendas. Les falta, me parece, la valiente humildad de respetar el libre juicio de cada cual. Sus egos descomunal­es sólo esconden, intuyo, el inmenso y enfermizo pavor que les provoca la libertad.

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