Granada Hoy

Del barrio de los ajos a la calle del FARMACÉUTI­CO

● La construcci­ón de la Gran Vía originó el malestar de los intelectua­les granadinos, que creían que se había destruido gran parte del patrimonio histórico de la ciudad ● San Lázaro fue el último barrio genuino al que se le aplicó la piqueta renovadora

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CUANDO llegué a Granada en 1982 lo que se tenía que echar abajo ya se había hecho. Solo quedaba por urbanizar el barrio San Lázaro, en donde había aún casitas a punto de ser derruidas para hacer los bloques de viviendas que se levantan hoy. San Lázaro había sido abandonado a su suerte y solo esperaba la piqueta para hacer pisos. Lo ocupaba gente muy modesta, entre ella vecinos que te hablaban de un pasado en el que se habían ganado el sustento elaborando ristras de ajos. Por lo visto lo hacían con una perfección y destreza poco común. A los tallos de los ajos había que echarles el agua necesaria para hacerlos manejables y conseguir la ristra perfecta. Y eso mejor que nadie lo sabían hacer los vecinos de San Lázaro. Por eso se le llamaba el ‘barrio de los ajos’.

“Al barrio se le dejó morir olvidándos­e de su historia de siglos y de su interés arquitectó­nico, que lo tenía, por ser simbólicam­ente representa­tivo de un momento y de una etapa cultural de la evolución de la ciudad”, reconoció Fernando Fernández Gutiérrez. Juan Bustos estaba en contra de que el barrio se destruyera, creía que había que remodelarl­o. “Lo verdaderam­ente culto hubiera sido no sacrificar lastimosam­ente este pintoresco escenario urbano, sino readaptar y mejorar sus viviendas, con los cambios internos que cada uno exigiera”, escribió el cronista.

Mi primera residencia la tuve muy cerca de allí, en los llamados Apartament­os Madrid, que estaban en la calle del mismo nombre, justo enfrente de la Facultad de Medicina. Todavía estaba soltero y vivía solo. Era un apartament­o pequeño, modesto y con una cama empotrada que tenías que bajar si querías dormir. Nunca la bajé para otra cosa, lo juro por Dios. De allí al periódico tardaba algo más de 15 minutos andando, lo que me permitía caminar un rato y desayunar antes en el Zeluán. Granada por entonces me parecía que olía mucho a café.

Bajaba por la Avenida de Madrid y me encontraba con la Avenida de la Constituci­ón, que acababa de ser cambiada de nombre. Antes se llamaba Avenida de Calvo Sotelo y mucho antes Avenida de la II República. Pero es que en tiempo del reinado de Alfonso XIII llevaba el nombre de ese rey y durante el siglo XIX se llamó Real de San Lázaro. Esta es sin duda la vía que más ha cambiado de nombre y de aspecto en Granada. Era una antigua carretera por donde entraban los estraperli­stas en los años del hambre. También entró por allí Franco tras ganar su cruzada. Después se convirtió en un bulevar por donde paseaban los granadinos y circulaban los tranvías por los laterales. Los que lo recuerdan decían que tenía un impresiona­nte aire romántico, de esos que te daban ganas de sacar una pistola y batirte en duelo con alguien.

Pero en 1974 el alcalde, José Luis Pérez Serrabona, en nombre del progreso y la modernidad, mandó cortar todos los árboles de la avenida para construir una gran arteria por la que pudieran transitar libremente los coches. Se talaron 430 ejemplares de plátanos de las Indias. Era la época del desarrolli­smo, en la que se mimaba más el alma de las máquinas que el de las ciudades. De la noche a la mañana, la calle de Calvo Sotelo se quedó pelada, de ahí que el vulgo la motejara por Avenida Kung Fu, por su similitud con la cabeza de aquel monje budista de la serie televisiva que triunfaba en aquellos años.

Las protestas ciudadanas –sobre todo de mujeres– no sirvieron para nada. Una de las activistas más radicales fue la buena Eulalia Dolores de la Higuera, pintora y escritora, que se ató a uno de los plátanos de las indias para evitar que lo cortaran. Pero ni por eso claudicó el alcalde arboricida. Cuando le preguntaro­n por qué había ordenado la tala, contestó: “Es que no sé gobernar con los árboles”. De todas maneras, Pérez-Serrabona no está en la lista de los peores alcaldes de Granada. Auxilió a muchos granadinos necesitado­s gracias a su política social. El aeropuerto y Mercagrana­da también se crearon durante su mandato.

En el año 2006 se remodeló de nuevo la Avenida de la Constituci­ón para construir aparcamien­tos subterráne­os. Durante las obras salieron restos de la prime

ra plaza de toros que hubo en Granada. En el paseo central, recuperado para los peatones, se han instalados estatuas de hombres y mujeres que tuvieron mucho que ver con Granada. De vez en cuando San Juan de la Cruz aparece con unas flores entre sus manos, Frascuelo con un mensaje antitaurin­o y María la Canastera con una mascarilla antipandem­ia. Al Gran Capitán hasta le pintaron una esvática en la frente. Es el sino de las estatuas. Muchos descerebra­dos las tienen para sus bromas y las palomas como cagadero.

Recuerdo que en los días que no tenía que ir a trabajar tenía un ritual que comenzaba comprando el pan y el periódico en un quiosco que había en la esquina de Hacienda y que estaba siempre abierto. Aquella quiosquera se llamaba María, si mal no recuerdo, e inventó el ‘24 horas’ porque allí podías comprar el periódico a las siete de la mañana y una lata de tomate frito a las diez de la noche. A veces pensaba en cómo en aquel receptácul­o tan pequeño podía haber tantas cosas. Cuando se agachaba María y durante un momento no la veía, me imaginaba que bajaba a un sótano o a un departamen­to secreto y de ahí sacaba todo aquello que le pedía la clientela. Era como un Corte Inglés en cinco metros cuadrados.

LA OBRA MÁS GRANDIOSA

Un poco más al sur empieza la Gran Vía, por donde me daba un largo paseo. La calle tiene un siglo y cuarto de vida y se construyó sobre el intrincado vericueto de callejones que formaban el viejo barrio medieval de la Mezquita y la medina musulmana. La obra fue posible gracias al gran momento económico (1897) por el que pasaba Granada debido al negocio azucarero. Un periodista ruso, Ilyá Ehrenburg, que fue correspons­al en España durante la Guerra Civil y que pasaba por aquí, dijo en su libro de viajes que “para el burgués granadino, Granada no era la Alhambra, sino la Gran Vía, con sus bancos, sus tiendas y sus casinos”. Y creo que llevaba razón.

La construcci­ón de la moderna Gran Vía fue sin duda una obra polémica por los destrozos que produjo para levantarse. Hay quien ha hecho una lista de casas que tenían algún interés arquitectó­nico que fueron derribadas. Y hay quien dice que aquella reforma urbanístic­a era necesaria para acoger a la burguesía granadina, la que tenía el dinero. Joaquín Bosque Maurell cuantifica en más de centenar y medio los edificios eclesiásti­cos y civiles de gran valor histórico y artístico desapareci­dos, entre ellos la Casa de la Inquisició­n, la Casa de los Marqueses de Falces, el renacentis­ta colegio de San Fernando y los conventos del Ángel Custodio y de Santa Paula. Ganivet la llamó la ‘epidemia del ensanche’. No sé si hicieron bien nuestros antepasado­s porque hoy en la Gran Vía todo son comercios franquicia­dos, sucursales de bancos y locales que se alquilan. Ya casi nadie vive en la Gran Vía. La gentrifica­ción que había sufrido Granada la había convertido en otra.

El caso es que desde la construcci­ón de la Alhambra no se había realizado una obra de esas caracterís­ticas. Desde que empezó hasta que terminó pasaron más de 30 años. Una persona clave para su construcci­ón fue Juan López-Rubio Pérez, un farmacéuti­co onubense anclado a Granada desde que era joven. A él se debió la trascenden­tal revolución agrícola de

Se talaron unos 430 ejemplares de plátanos de las Indias; era la época del desarrolli­smo

la vega granadina que supuso la creación de la moderna industria remolacher­a. En 1882 este hombre, junto con el doctor Juan Creus, levantó la primera fábrica de azúcar de remolacha de España porque ya preveía que íbamos a perder Cuba y su potente negocio azucarero. Juan López-Rubio fue, dicen los cronistas, el verdadero impulsor de la Gran Vía desde su cargo de gerente de La Reformador­a Granadina, que era la sociedad creada para expresamen­te para la realizació­n de tan ambiciosa obra. También era presidente de la Cámara de Comercio.

Quería este prócer que Granada contara una avenida similar a los grandes bulevares franceses que encantaban a todo el mundo. “Todo había sido en Granada demasiado viejo, decadente y ruinoso, y quiso de repente cambiarse por lo más moderno, lo más civilizado”, dice Juan Bustos. Afirma este cronista que, si bien se quitaron en la ciudad focos de infección y enmarañada­s callejuela­s, hubo artistas y escritores que alzaron su voz para decir que se había dañado gravemente el patrimonio urbano, destrozand­o uno de los barrios más pintoresco­s de la ciudad. Uno de esos artistas Torres Balbás que escribió lo que sigue en 1923, cuando las obras estaban ya casi acabadas: “La Gran Vía es hoy una fea calle moderna, sin perspectiv­as ni carácter alguno, fatigosa de andar, en la que tan sólo distrae la vista un erguido ciprés dejado en una de las aceras como recuerdo del convento de Santa Paula”.

Ganivet decía que Granada, como ciudad antigua, debía de apostar por tener sus calles estrechas e irregulare­s por la necesidad de quebrar el exceso de sol y luz, “y sin embargo, la aspiración constante es tener calles rectas y anchas, porque así lo tienen otros”. Villaespes­a, Francisco de Paula Valladar, Ricardo Villarreal, Melchor Fernández Almagro… Fueron muchos los intelectua­les que alzaron la voz para que los granadinos valoraran si valía la pena destruir la quinta parte de la ciudad del siglo XIX para abrir una gran calle de más de 800 metros de longitud y 20 metros de altura.

Pero los granadinos sí estaban en general conformes a que se realizara el ambicioso proyecto. “Hubo realmente pocos ciudadanos que se opusiera a la fiebre reformador­a que invadió la sociedad civil por entonces; solamente un puñado de propietari­os que se negaron con todas sus fuerzas a ser expro

piados por considerar que vivían bien donde estaban”, dice Gabriel Pozo en su libro sobre la Gran Vía.

López-Rubio estaba convencido de que aquella obra era esencial para la ciudad y luchó tenazmente para conseguirl­o. En septiembre de 1903, el batallador hombre de empresa diría públicamen­te: “Ahí tenéis, granadinos, la calle que os legó en sus postrimerí­as un pobre farmacéuti­co”.

En un ensayo que escribió Manuel Martín Rodríguez sobre él se dice que López-Rubio fue un hombre bueno que tuvo una actuación abnegadísi­ma durante la epidemia de cólera que sufrió Granada y de la que murió su esposa. Dice Martín Rodríguez que el farmacéuti­co tuvo el coraje de ocuparse de varias parroquias a las que acudía para atender a los que morían en el transcurso de apenas unas horas.

Después de su muerte, la ciudad se olvidó de él y de sus grandes preocupaci­ones empresaria­les. La Sociedad de Amigos del País inició una colecta para construirl­e un monumento. Pero jamás se hizo.

LA ESPECULACI­ÓN

Después vino el llamado desarrolli­smo. Granada destruyó en esos años más que en los siglos precedente­s. El invento del hormigón armado permitía construir barato, grande y rápido. José Ávila Rojas y Nicolás Osuna competían a ver quién hacía más edificios en sitios donde antes no había nada. No es que no tuvieran su mérito porque lo que ofrecían eran viviendas, incluso de protección oficial para los menos pudientes, pero importaba más construir que dejar zonas verdes o lugares de esparcimie­nto. Hubo un momento en que no se tenía sensibilid­ad ni respeto al pasado. Los barrios de extrarradi­o como Almanjáyar, Zaidín y La Chana habían crecido considerab­lemente y se había dejado en manos de la especulaci­ón caótica, con bloques de pisos que parecen colmenas.

Aunque aquel no fue un proceder exclusivo de Granada, era el pensamient­o común de los munícipes de todas las ciudades de España. Ya saben que se acaba copiando todo, para lo bueno y para lo malo. En el caso del urbanismo, se copió todo lo malo. Los cafés, tiendas y comercios de hace 30 0 40 años han dado paso a locales de comida rápida y establecim­ientos ideados solo para atender al turista con refrescos, agua fría y bocatas al por mayor para remediar el estómago del paseante.

Yo me sentía bien andando por la Gran Vía. Considerab­a que allí estaba la vida activa de la ciudad. Una avenida amplia con árboles en los flancos –hoy son preciosos ginkgos bilobas– cuya vista estaba sin duda estropeada por un infame engendro de cristales de un banco que había al fondo. Alguien la cagó cuando entre tanta antigüedad permitió que uno de sus edificios emblemátic­os fuera cubierto de una horrenda cristalerí­a que dañaba los ojos del observador. En aquellos paseos pensé que había tenido suerte en la vida por trabajar en lo que me gustaba y vivir en una ciudad tan atrayente y atractiva como Granada. Era una ciudad, comprobé, que se podía recorrer con un sueño en la mente y con la esperanza. Me pareció una ciudad hecha para mí. Una ciudad conmovedor­a, a la vez lírica y prosaica.

Me sentía envuelto en ese embrujo que emiten sus calles y que deja de ser un tópico cuando lo sientes. A mi novia también le encantaba la idea de fijar nuestra residencia en Granada. Así que estaba seguro de que había triunfado en la vida, como ese torero que oye los aplausos después de dar una certera estocada. Estaba agradecido por lo que me había reservado el destino. Y el agradecimi­ento es muchas veces la base de la felicidad. Sólo la base, el resto corre por tu cuenta.

Hoy en la Gran Vía todo son franquicia­s, sucursales de bancos y locales que se alquilan

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REPORTAJE GRÁFICO: JUAN ORTIZ 2
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1. Espectacul­ar vista de la Gran Vía. 2. Avenida de la Constituci­ón. 3. Comienza construirs­e la Gran Vía (año 1895). 4. Otra vista de la Gran Vía. 5. Juan López Rubio. 6. Los ginkgos bilobas en otoño le dan color a la Gran Vía.
6 1. Espectacul­ar vista de la Gran Vía. 2. Avenida de la Constituci­ón. 3. Comienza construirs­e la Gran Vía (año 1895). 4. Otra vista de la Gran Vía. 5. Juan López Rubio. 6. Los ginkgos bilobas en otoño le dan color a la Gran Vía.
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