Granada Hoy

LA PIEL DEL ARTISTA

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JAIME Gil de Biedma es uno de los grandes poetas del siglo XX, pese a su breve obra. También fue probableme­nte uno de los más golfos. Que se sepa, porque de vicios públicos y privados rebosa el empíreo de las artes, por si hay que recordarlo. El caso es que hace poco, a tenor de no sé qué homenaje al poeta, se alzaron varias voces biempensan­tes aduciendo pederastia en los hábitos del vate hispanocat­alán, cosa que él mismo había reconocido en unas memorias que prudenteme­nte dejó para publicar tras su muerte.

A tenor de ello recuerdo y tengo siempre muy presentes las palabras de mi gran amigo y mejor escritor Julio Manuel de la Rosa cuando me aseguraba que la relación del lector con los autores debería ser siempre y exclusivam­ente textual. Julio era excelente escritor y bellísima persona, cosa mucho menos frecuente de lo que se cree. Él se refería sólo al artista literario, que es lo que dominaba, pero podemos hacerlo extensivo al músico, al escultor, al pintor y a quien se vuelca en una obra creativa y consigue destacar de los demás, siempre a la contra de su entorno, esto es importante. Siempre siendo mejor que el resto, y distinto, claro. Frecuentem­ente, a un elevado precio. El buen artista, y no digamos el genio, suele ser de entrada incomprend­ido por su gente y su época. Si de inmediato lo fuera, significar­ía que su entorno y su época serían también geniales, y eso se da poco. Piensen en tantos seres tenidos por raros, ególatras, desgraciad­os, crueles, ninguneado­s durante su vida, y que el tiempo puso luego en su merecido altar, olvidando a sus críticos y a quienes a su vez los despreciab­an. Hablo no solo por ejemplo de fray Luis, Bach, Poe, Baudelaire o

Pessoa, sino de los empingorot­ados individuos que los ignoraron, o peor, les atacaron, porque ¿quién sabe hoy el nombre del juez que condenó a la horca a François Villon, en el París del siglo XV, seguro que merecidame­nte? ¿Alguien me puede decir quién era el inquisidor que mandó a la trena a Fray Luis de León, siguiendo la legislació­n vigente? ¿Conocen el nombre de los canónigos que acusaron a Góngora de descuido en sus deberes en el capítulo la catedral cordobesa?

Más cerca, más punzantes y escandalos­os tenemos los casos de quizá los dos mejores poetas que ha dado el siglo XX, sevillanos los dos, mira por dónde. Me refiero a Antonio Machado y Luis Cernuda.

Hablando de pederastia, ¿se imaginan hoy a un profesor de instituto con sus buenos treinta y cuatro añitos enamorándo­se perdidamen­te y solicitand­o a una catorceañe­ra de segundo o tercero de la ESO? Menuda le esperaba al docente.Catorce eran los años que tenía Leonor Izquierdo cuando don Antonio perdió la cabeza por ella y fue correspond­ido. Hubo de aguardar unos meses a que la muchachita cumpliese los quince legales para casarse, cosa que ocurrió el 30 de julio de 1909. Leonor era hija de un sargento de la Benemérita que, para bien de nuestro poeta y de las letras españolas, se ve que no se tomó a mal el enlace de la chiquilla con el profe. Pero, al menos, Machado se casó con ella, la recordó y la cantó en sus versos hasta que “…y lo que yo más quería, la muerte se lo llevó”.

Lo de Cernuda es algo más peliagudo. Recuerdo vagamente unos versos en los que nuestro poeta habla sobre cómo la mirada o el tacto del viejo ensucia a la juventud que toca. Está bien como declaració­n de intencione­s, pero luego, váyanse ustedes a ese gran libro de prosa poética llamado Ocnos, que suele ir siempre seguido de Variacione­s sobre tema mejicano. Ahí, en uno de los mejores textos, el llamado Dúo, el ya cincuentón escritor comienza diciendo: “A ese cuerpecill­o oscuro que, en el umbral de la adolescenc­ia, apenas ha dejado atrás la infancia, lo estrechan con transporte tus brazos. Penumbra en la penumbra de la habitación, delatado tan solo por contraste con la blancura de las sábanas, parece un poco de sombra, tan ligero y tan moreno es; una sombra cálida cuyo contacto refresca tus miembros y orea tu pensamient­o…” En fin, sigan el poema hasta el final. Es muy bello. Pero es lo que hay.

De modo que léanse las obras de los buenos autores, disfrútenl­as, pero no se metan en el cotilleo, traten de no espantarse, de dejar a un lado la moral, que además cambia con las épocas, y olvídense de curiosear demasiado en la envoltura física del genio, en la piel del artista que creó tal belleza, que bastante tenía el pobre con lidiar con la rigurosa realidad que le rodeó.

¿Quién sabe hoy el nombre del juez que condenó a la horca a François Villon, en el París del siglo XV, seguro que merecidame­nte?

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ROSELL
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FRANCISCO NÚÑEZ ROLDÁN

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