Granada Hoy

EL ÚLTIMO PASEO DE ZAGAJEWSKI

- FERNANDO CASTILLO

CON la conmoción que produce lo inesperado, incluso en estos días de epidemia, llegó desde Cracovia, la ciudad de los dos premios Nobel de Literatura, la noticia de la muerte de quien fue durante algún tiempo su candidato: Adam Zagajewski. Escritor de todos los géneros, tan brillante como discreto, Zagajewski fue sobre todo poeta, pero también novelista y destacado prosista gracias a unos trabajos que están a medio camino entre el diario, el ensayo y las memorias, en los que hay textos tan notables como Dos ciudades y En la belleza ajena. Ambos títulos son además del testimonio de una trayectori­a personal, el recuerdo de la Europa fronteriza que le tocó vivir. El continente cuya historia reciente confirmaba sus palabras acerca del horror y la poesía como los dos polos de nuestro mundo.

Niño de 1945, el año de cero de Europa, como Patrick Modiano, la obra de Adam Zagajewski recoge una vida marcada por unos acontecimi­entos que siempre decía que había que olvidar pero nunca del todo. Como el Nobel francés, siempre se declaró hijo de la guerra, el acontecimi­ento trascenden­tal que marcó su vida aunque no la viviera, y a la que se refería como un “otoño-historia”. Una guerra pero también una posguerra vivida a través de la memoria de terceros, de las que estaba dispuesto a recordar todo. Nacido en la ciudad de Lvov, esa pequeña Viena que a lo largo del siglo XX ha cambiado de nombre casi tantas veces como de soberanía al pasar del histórico y latino Leópolis al germano Lemberg, al polaco Lwow sin dejar de ser el Lemberik yiddish, luego al ruso Lvov, para volver a ser fugazmente Lemberg, otra vez Lvov y, por último, convertirs­e en el ucraniano Lviv. Zagajewski sufrió el desgarro de los desplazado­s hacia el oeste que acompañaba­n el movimiento de las fronteras de su Polonia natal, una expulsión que recuerda a la de los sefardíes. Atrás, en la ciudad que ahora estaba en Rusia, quedaban sus muertos y los recuerdos de sus mayores que cantaban con nostalgia

Tyle jest miast. El destino de la familia fue Gliwice, en la Silesia alemana, una ciudad triste y hostil entregada a Polonia, de la que también habían sido desplazado­s sus habitantes en esa danza enloquecid­a de refugiados que fue Europa durante la posguerra. Allí Zagajewski vivió la especial nostalgia del que sufre el extrañamie­nto pasivo, la expulsión por medio de la memoria de terceros, lo que le llevó a escribir el poemario Ir a Lvov, un canto a la ciudad perdida que se suma a Mi Lvov, los recuerdos escritos por Jozef Wittlin, otro leopolitan­o exiliado, que tan cercano me resulta. En ambos, la añoranza y el desarraigo se convierten en literatura.

Durante los años del estalinism­o en “el país en el que todo era obvio”, Zagajewski estudió en Cracovia, la ciudad que adoptó y que le acogió en los días difíciles en los que se refugiaba en la lectura y el estudio “mientras fuera hacía frío y comunismo”. Allí, como muchos otros jóvenes del mundo, participó de las utopías del 68 que en Polonia se dirigían contra el gobierno comunista. La represión y la censura con la dictadura de Jaruzelski le llevaron al exilio en 1982. El itinerario profesoral le llevó de Paris, a Berlín y a Estados Unidos, desde donde vio la caída del comunismo, lo que le permitió regresar a la Cracovia que había convertido en su ciudad, visitar el Lvov de sus padres, y recuperar de esta forma el recuerdo familiar, como hicieron tantas familias polacas desplazada­s.

Inspirado siempre por un profundo sentimient­o ético –era un fino lector e intelectua­l riguroso–, sus observacio­nes sobre literatura como las dedicadas a Jünger o Leautaud son pequeños ensayos de opiniones tan libres como sugerentes. Sin embargo, fue sobre todo un poeta, alguien que proclamaba que los poemas procedían de otro mundo consciente de su importanci­a, pero también autor de unos textos memorialís­ticos que eran un canto a la vida y una lucha contra el olvido. Preocupado por los demonios familiares de Europa, especialme­nte por el nacionalis­mo rampante del que renegaba, la moral, la fe en el hombre y en el continente fueron los elementos que impulsaron su obra tanto como la nostalgia por el mundo que se fue cuando nacía. Sin embargo, sobrio y contenido, nunca convirtió en tragedia ni su vida ni la de la Polonia que le tocó en suerte.

En fin, recuerdo el encuentro con él, Liz Wittlin y Juan Manuel Bonet en una conferenci­a en el palacio del Marqués de Salamanca rebosante de público entre el que había varios poetas y escritores. Ahí estaba Adam Zagajewski, un hombre reflexivo que tenía una solemnidad sencilla, alejada de la impostació­n, propia del que ha vivido experienci­as esenciales. Fueron pocas palabras que cruzamos. Un hombre que sin dejar de ser cordial tenía algo de majestuoso, que desbordaba inteligenc­ia y serenidad, la misma que sus obras.

Zagajewski estudió en Cracovia, la ciudad que adoptó y que le acogió en los días difíciles en los que se refugiaba en la lectura y el estudio “mientras fuera hacía frío y comunismo”

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