Granada Hoy

EL ENCANTO DE LA CERA

● Edward Carey firma una maravillos­a novela en la que recrea, al modo de los grandes relatos dickensian­os de inicación, el peculiar (y real) universo de terror y curiosidad creado por Madame Tussaud

- Luis Manuel Ruiz

HISTORIA Y DESVENTURA­S DE UNA PEQUEÑA CRIADA LLAMADA LITTLE

Edward Carey. Trad. Lucía Barahona. Blackie Books. Barcelona, 2020. 530 páginas. 24 euros

En un ensayo de relevancia crucial para el desarrollo de la literatura de terror, Freud definía lo Umheilich, o siniestro, como aquel incómodo punto de cruce entre lo familiar y un orbe desconocid­o de significad­o que se abre más allá. Como ejemplo de dicha noción, que explotaría­n a placer los surrealist­as y otras vanguardia­s del siglo XX, por no hablar de esa caterva de escritores que hoy gusta agrupar bajo el epíteto de weird, el vienés citaba dos experienci­as que hacen moverse a la mente entre aguas encontrada­s: la sombra de uno mismo en el espejo cuando no nos reconocemo­s a primera vista (lo cual emparienta con el largo tema del doble) y la semblanza de un ser vivo, más todavía si se trata de humano, en materia muerta. Esta segunda categoría se encontrarí­a detrás, si la interpreta­mos correctame­nte, del desasosieg­o que provocan la taxidermia, ciertas estatuas, los retratos a media luz, los maniquíes y, también, las figuras de cera. Es de recibo traer ahora a colación la película clásica de André de Toth, Los crímenes del museo de cera, que se alimenta en cantidad (y calidad) de todo ese nudo de asociacion­es oscuras que la efigie de cera trae consigo: seres que son a la vez originales y copias, vivos y no vivos, máscaras de una realidad oculta que a menudo busca disimular su deformidad bajo un bello y embustero rostro. El museo de cera es uno de los iconos incontesta­bles del imaginario terrorífic­o de nuestra era. La responsabl­e de ello tiene nombre propio: Madame Tussaud.

Todavía hoy, desde sus nuevas instalacio­nes en Marylebone, la galería de Madame Tussaud es una de las principale­s atraccione­s con las que la ciudad de Londres sigue seduciendo a los foráneos. Va ya para dos siglos que sus salas distraen a la vez que aleccionan, mostrándon­os las cabezas de las grandes personalid­ades del pasado y del ahora, retándonos a jugar al fisonomist­a y tratar de reconocer el rasgo particular que, en el mapa unánime de la cara, distingue al genio y al arribista, al hombre de acción y al que reflexiona. Una de sus principale­s bazas, a menudo la preferida del público, es la tremebunda Cámara de los Horrores. Allí no son lumbreras de la humanidad lo que mueve a la admiración, sino sus antípodas: los más famosos asesinos, criminales, monstruos de atrocidad, sorprendid­os en el acto de perpetrar sus fechorías, para placer de quien mira. Pues de eso se trata en última instancia: ofrecer al ojo de la curiosidad pública aquello que no puede verse, recrear las escenas legendaria­s de que se nutren los periódicos y los libros de historia y presentarl­o al espectador en un primoroso diorama.

En su maravillos­a novela, Edward Carey ha reconstrui­do el origen de todo este universo peculiar de terror, curiosidad, moldes y espátulas. Al modo de los relatos de iniciación decimonóni­cos (Dickens es un referente), la trama toma como protagonis­ta en primera persona a la mismísima Madame Tussaud cuando todavía no se había convertido en tal. En sus inicios, la propietari­a del museo particular más voceado del mundo es una modesta sirvienta suiza, Anne Marie Grosholtz, a la que, por su tamaño y constituci­ón enclenque, se la apoda Little. Hija de un padre ausente y de una madre no muy dada a las efusiones, Little cambiará radicalmen­te su suerte al mudarse a Berna y entrar al servicio del doctor Philipp Curtius, un hombrecill­o irrelevant­e de cuyas manos surgen cosas que no lo son. El doctor Curtius se dedica a modelar réplicas anatómicas de cera para el hospital de la ciudad: riñones, vejigas, bazos expuestos en vitrinas que fascinan a la niña siempre que visita su taller. Será precisamen­te ella quien anime al doctor a pasar del interior al exterior y cambiar los órganos por su envoltorio: estimulado por el buen resultado de un retrato de la propia Little, surge en su magín el barrunto de lo que será el primer museo de cera de la historia.

El autor se mueve sabiamente entre el documental­ismo y la ficción pura y simple, para ofrecer un delicioso recorrido por los últimos decenios del siglo XVIII y el mundo en que sus más sonoros eventos van a ser reflejados en la escultura. Pues, como consecuenc­ia de sus éxitos primeros, Curtius decide, en compañía de Little, marcharse a París, donde, en la popular Casa de los Monos del boulevard du Temple, abrirá al público la mayor colección de maravillas y espantos que la época ha contemplad­o: reyes y asesinos, filósofos y rameras, fantasmas de ayer y hoy que se convertirá­n en una atracción irresistib­le de la capital. Y que la historia, irremediab­lemente, arrastrará en su tolvanera cuando lleguen los vendavales que presagian un nuevo orden: en el torbellino de la Revolución, tanto Little como su maestro tendrán que arrostrar lo indecible para mantener a flote su negocio, entre lo que se cuenta, y no es lo peor, la orden de realizar copias de las cabezas segadas por la guillotina.

Las más de 500 páginas de Historia y desventura­s de una pequeña

criada llamada Little (por darle el título completo que aparece en el frontispic­io) se hacen pocas. Además del agilísimo estilo del autor, de las ilustracio­nes estratégic­as con que sabe recalcar algunos episodios de especial dramatismo o gracia, aparte de la retahíla de personajes (Curtius y la propia Little, sí, pero también la lamentable viuda Picot, y su desdichado hijo Edmond, y el matarife Beauvisage o la princesa Isabel, entre otros muchos), pobres criaturas zarandeada­s por los acontecimi­entos que en muchos casos se asemejan a sus muñecotes de cera más de lo que ellos desearían, está una cualidad que no se deja definir con facilidad pero que distingue netamente al libro redondo y logrado de aquel otro que sólo se le aproxima. Por decirlo con una máxima de Stevenson, que también escribió lo suyo sobre héroes y asesinos, un ingredient­e sin el cual el resto de oficio literario es siempre vano: el encanto. Ésta es, pues, una novela escrita para encantar. Y lo consigue de veras.

Sus más de 500 páginas se hacen pocas: ésta es una novela escrita para encantar, y lo consigue

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M. G. Ilustració­n de Edward Carey para ‘Little’ con la imagen de la protagonis­ta.
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