Granada Hoy

Los malvados también leían

● Joaquín Rodríguez se pregunta en ‘La furia de la lectura’, un libro editado por Tusquets, por los beneficios que este hábito sigue aportando en el siglo XXI

- Javier González-Cotta

LA FURIA DE LA LECTURA

Joaquín Rodríguez. Tusquets. Barcelona, 2020. 352 páginas. 20 euros

Este libro no es lo que aparenta por su arrebatado título. De entrada nos parecería un vigoroso elogio de la lectura, un canto hímnico a los libros como ética y estética para la vida. Si comparamos el volumen de Joaquín Rodríguez con otros ensayos dedicados al libresco asunto, en nada se parece a títulos como Historia de la lectura de Alberto Manguel o como el de Irene Vallejo con su actual y exitoso El inf inito en un junco.

El propósito de Rodríguez con La furia de la lectura se deduce del subtítulo que se ha escogido como letra pequeña: Por qué seguir leyendo en el siglo XXI. Quiere decirse, pues, que estamos ante un ejercicio de autocrític­a lectora, individual y comunitari­a, que se adentra en los diversos meandros del acto de leer, que busca respuestas actuales –y no adhesiones buenistas– al supuesto beneficio que hoy por hoy sigue trayendo consigo la lectura tradiciona­l. El autor confiesa ser un bibliópata. Pero el frenesí lector no lo ha convertido en un émulo locuelo de Alonso Quijano o de aquel patético Kien creado por Canetti en Auto de fe.

Decía Heine que “cuando se queman libros, acabarán quemándose personas”. En efecto, eso mismo es lo que ocurrió entre sus paisanos bajo la Alemania nazi. Algunos jerarcas de la esvástica fueron finísimos lectores (entre ellos el doctor Goebbels, crítico estimable y autor del eslogan de 1934 Con el libro al pueblo). Los nazis quemaron libros y hasta personas en los hornos crematorio­s mientras que, al alimón, se creaban las llamadas biblioteca­s del frente para solaz de los soldados (27.000 biblioteca­s y 8’5 millones de libros editados en 1940). Lógicament­e, aparte de loar y cribar a los grandes autores alemanes, l a propaganda nazi favorecía el canon de una literatura que reafirmaba el ideal supremacis­ta. “Las humanidade­s no humanizan”, dijo Steiner.

Confiesa Rodríguez que este libro ha sido escrito como homenaje y deuda contraída cuando en su día leyó La escritura o la vida de Jorge Semprún. Como es sabido, Semprún padeció el horror de los campos de concentrac­ión. No obstante, aun en medio del infierno, la biblioteca del campo de Buchenwald, cercano por cierto al Hausgarten de Goethe, le sir vió de carnadura para seguir siendo un hombre y no un despojo.

En la Grecia clásica, raíz de la cultura occidental, sus más egregios filósofos detestaban la lectura. Los textos se escribían para el deleite de la oralidad, para el diálogo, la declamació­n y el teatro en imponentes espacios como el de Epidauro. Sócrates aborrecía el texto escrito y la controvers­ia la heredaron Platón y más tarde Aristótele­s (curiosamen­te el mentor de Alejandro, príncipe de las biblioteca­s).

La lectura como discutible acto político tuvo como exponente a Jean Paul Sartre. En sus años de infancia y mocedad se convirtió en un desaforado lector de novelas. Pero la desilusión por la literatura le llegó cuando no pudo refrenar al activista político y comprometi­do que acabó habitándol­o. El citado George Steiner, a menudo provocativ­o, decía que la lectura era prescindib­le: los pueblos tienen necesidad de cantar y bailar, pero no de leer. Diremos que ambos deleites son compatible­s. Pero si hubiera que elegir dramáticam­ente la humanidad optaría por la música como la más excelsa y variada expresión de contento entre semejantes.

Llegados a este punto, el improbable lector se preguntará si La furia de la lectura es una ironía para cazar a incautos y a inocentes amantes de los libros. No, no lo es. Rodríguez, antropólog­o cultural, nos habla de los estudios científico­s realizados acerca de la afectación neuronal entre la lectura tradiciona­l y la digital. ¿Dicotomía o convergenc­ia forzada? ¿Emotividad o racionalid­ad? Está demostrado que la musculatur­a del cerebro crece ante la lectura de un texto sobre una página i mpresa frente a la lectura dispersa y tornadiza sobre dispositiv­os digitales. Otros estudios también demuestran que la lectura tradiciona­l reduce el estrés y resulta ser un paliativo contra la tenebrosa tarjeta de visita del señor Alzheimer.

Pero ni leer ni el deleite por la lectura y la literatura es algo natural en el hombre: requiere una cuota de sacrificio. ¿Cómo seducir a la lectura impresa al homo videns y a los hijos mayoritari­os de la era digital? Rodríguez pone en solfa las bobas campañas de animación a la lectura por parte de los gobiernos. Evoquemos aquel l ema Más Libros, Más Libres de la Junta de Andalucía de hace ya unos años. Los nazis demostraro­n que a menudo los libros no nos hacen más libres, sino más ser viles.

Entre otras preguntas abiertas –de hecho el libro está lleno de preguntas para el debate–, Rodríguez ref lexiona sobre la consabida tensión que se deriva entre el propio acto de leer como suprema estética de la individual­idad y, a la vez, como ejercicio y como compromiso en comunidad. En el siglo XXI, dicha tensión es hoy una cabeza bífida. Quizá no importe ya ni el soporte en que leemos.

 ?? RUESGA BONO ?? Una joven lee un libro en un autobús urbano.
RUESGA BONO Una joven lee un libro en un autobús urbano.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain