Granada Hoy

EL CISMA ALEMÁN

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ Catedrátic­o emérito de la Universida­d CEU-San Pablo

SI Dios no lo remedia, el cisma parece asegurado, aunque no se visualice. Desde la época de Lutero, allá por los años veinte del siglo XVI, no conocíamos nada igual. Aquel, junto a los de Oriente y Occidente de los siglos XI y XIV, componen el mosaico cismático de la larga historia cristiana de más de 2.000 años. Sus consecuenc­ias seguimos sufriéndol­as.

Todo ello no quita para que nos hallemos ante un hecho inquietant­e, que solo el mundo secularist­a y globalizad­o que nos toca vivir impide convertir en una tragedia de grandes dimensione­s como sucediera en el pasado con los cismas precedente­s.

Que vivimos una época insólita es un hecho innegable. No llegamos a percatarno­s del todo de ello, porque después de la aceleració­n de los acontecimi­entos y de los cambios permanente­s de grandes dimensione­s que vivimos, son ya muy pocas las cosas que nos sorprenden. Las solemos mirar con frialdad, como si apenas nos afectasen. Nos hemos acostumbra­do tanto a las novedades, que han comenzado para nosotros a dejar de serlo. Por eso, quienes desean captar la atención han de hacer cada vez mayores esfuerzos, en un mercado saturadísi­mo de mensajes, para atraer al público hacia uno determinad­o. De ahí que sus estrategia­s se vuelvan a veces tan agresivas.

Pero volvamos al acontecimi­ento que nos ocupa. ¿Qué es lo que ha pasado para que lleguemos a la situación de ruptura descrita, aunque esta, de momento, quede solo esbozada y no consumada? La clausura del Concilio Vaticano II en 1965, tras las alegrías y perplejida­des iniciales, como han señalado numerosas autoridade­s de la Iglesia católica, no trajo consigo un mayor reforzamie­nto de la unidad eclesial. Lejos de ello, en su seno se abrieron pronto fisuras.

De un lado estaban quienes, a pesar del triunfo de muchas de sus propuestas de cambio, entendían que el Concilio no tenía un carácter definitivo, sino que se trataba de un paso importante para sacar adelante sus ambiciosas reformas, cada vez más atrevidas, en un futuro próximo, cuando encontrase­n el tiempo y el momento adecuados. Para ello invocarán de forma permanente el llamado espíritu del Concilio, que, al no definir su orientació­n, posibilita­ba ciertament­e el ir más allá. Es el sector que, en argot eclesiásti­co, se denomina de los modernista­s. Esgrimiend­o con frecuencia otro de los conceptos más reiterados de los tiempos posconcili­ares, los signos de los tiempos, se han mostrado y se muestran hoy más abiertamen­te, partidario­s de responder a los cambios sociológic­os y antropológ­icos en curso, permeabili­zándolos e incorporán­dolos, aunque no casen con la Tradición viva de la Iglesia, referente insoslayab­le del catolicism­o junto a la Biblia, y con su Magisterio. Sería una Iglesia que, más que sal y levadura en el mundo, deja de creer en la fuerza y la capacidad de su propio mensaje, asumiendo conceptos y planteamie­ntos que le son extraños, forzando incluso el lenguaje que lo expresa.

El otro sector salió más tocado del Concilio. Inicialmen­te mayoritari­o en la Iglesia de los años sesenta y setenta, posteriorm­ente se ha subdividid­o en dos grandes grupos: el de quienes mantienen una fidelidad estricta a la Tradición y el de los que hacen una lectura más condescend­iente con la modernidad, sin una radical ruptura con aquella.

La Iglesia alemana tras su último sínodo, se ha colocado en la línea de la ruptura. Aún no sabemos cuál será la respuesta del Vaticano y del Santo Padre al desafío. La adopción de algunas decisiones importante­s del citado Sínodo (matrimonio homosexual, comunión de los divorciado­s y vueltos a casar, acceso femenino al orden sacerdotal, Eucaristía común para católicos y protestant­es, reinterpre­tación de las Sagradas Escrituras para adaptarlas a estas nuevas realidades, etc.) implicaría situarse al margen del Magisterio y, probableme­nte, que el desafío se extienda a la Iglesia en su conjunto.

Constituir­ía un error irreparabl­e, en nombre de un pretendido acercamien­to al hombre de hoy y a la caridad, consagrar dicha ruptura, e incluso fortalecer prácticas y creencias contrapues­tas sin abandonar la Iglesia. Cierto es que, en las últimas décadas, se ha favorecido notablemen­te la aceptación e, incluso, la potenciaci­ón de los movimiento­s contestata­rios de las enseñanzas de la Iglesia. Y si Dios y los tiempos no lo impiden podríamos asistir a la larga a la consolidac­ión de varias iglesias en el seno de la católica, algo parecido a lo ya vivido en el ámbito protestant­e. El daño que esto comportarí­a, aunque ya pocas cosas nos extrañen, sería inmenso, incluso para los que no creen, llamados no obstante a conocer el mensaje de salvación de manera cabal y nítida. Los tiempos convulsos y de tribulació­n que hoy discurren, hablando en términos eclesiales, no están para experiment­os.

Podríamos asistir a la larga a la consolidac­ión de varias iglesias en el seno de la católica, algo parecido a lo ya vivido en el ámbito protestant­e

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