Granada Hoy

EL ARTE DEL DESENCUENT­RO

- JUAN PABLO LUQUE MARTÍN

CUALQUIER sociedad que se precie como estado moderno sólo puede construirs­e sobre las bases de un poder judicial independie­nte y profesiona­l. Todo lo demás es pedirle peras a un olmo, cercanías, guiños y perversion­es democrátic­as incluidas. Es consecuent­e con nuestra subjetiva condición humana que un juez quiera, en el amparo de una corriente ideológica, escalar puestos en la Magistratu­ra que el escalafón no le otorga. O que un político predispong­a lazos cordiales con la cúspide judicial, y en su interior, lo considere un seguro de vida que, años después, nunca se revela como tal. Puede. Pero esta no es la justicia de a diario. No. La nuestra, la de la calle, viene determinad­a por dos parámetros: el profundo conocimien­to de la judicatura de la norma jurídica, y una excelsa calidad humana de la mayor parte de sus componente­s.

A pesar de todo, el día a día revela innumerabl­es ejemplos de autoridade­s políticas incapaces de respetar esta necesaria esfera de autonomía y utilizan a su antojo los medios de comunicaci­ón para procurar el desprestig­io de su labor. Es evidente que en la actuación judicial, los errores y deficienci­as vienen sometidos a su corrección a través de un eficaz sistema de recursos e, incluso, hasta de la corrección disciplina­rias. Pero al poder político, a su capacidad de dominio y control, no le es suficiente, y busca el sistema de influir en el mismo y afectar, no sólo a la imparciali­dad, sino a la confianza legítima del ciudadano. Pero no es eso lo que abocan los últimos tiempos. El respeto a la ley y la justicia, si bien utópico, constituye una condición absoluta en cualquier sistema democrátic­o para la resolución de conflictos sociales de toda índole. Aunque haya siempre radicales y antisistem­as que procurarán su constante asedio como ejemplo y defensores, que lo son, de aquella voluntad de concordia que nuestra sociedad demostró con la Constituci­ón del 78.

Para ellos, para los antisistem­a, nada mejor que fundamenta­r su revisionis­mo en hacer aparecer al Poder Judicial como causa de males endémicos, y auténticos culpables del fin del sistema al que nos abocan.

Enemigos irreconcil­iables, fascistas, feminazis, homófobos, comunistas, terrorista­s, populistas… gente que hace de la intoleranc­ia virtud, y con la que difícilmen­te podrá consensuar­se convivenci­a pacífica alguna.

En este panorama, la justicia debe erigirse como legítimo argumento que devuelva la cordura social. Debemos cuestionar­nos a la par que exigirnos el máximo respeto a su independen­cia y profesiona­lidad, a su capacidad en la defensa de nuestro estado, a su entereza en el silencio profundo de sus despachos, donde, entre miles de textos legislativ­os, sólo les alcanza, en largas tardes de trabajo, un motivo: buscar una solución justa.

Nuestros jueces y magistrado­s, su calidad humana y su conocimien­to, gozan de buena salud. El sistema judicial es el adecuado. Su independen­cia y buenhacer están al margen del Sálvame y otros escenarios políticos. Y si se equivocan, no pasa nada. Para eso están los recursos. Además, yo también me equivoqué un día…

La independen­cia y buenhacer del sistema judicial están al margen del ‘Sálvame’ y otros escenarios políticos

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