Granada Hoy

EL IDEAL ANDALUZ DE JOSÉ BERGAMÍN

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ANDALUCÍSI­MOS y universale­s poetas de España. Así se refería José Bergamín a Juan Ramón, Lorca, Machado y Alberti en un artículo, Cante andaluz universal, publicado en 1956, en El Nacional de Caracas, y que hoy podemos leer gracias a la impagable recopilaci­ón de la extensa colaboraci­ón del escritor con este diario que publica la editorial Renacimien­to. La fórmula con la que Bergamín engloba a los cuatro escritores invita a detenerse en lo que podríamos llamar el ideal andaluz de Bergamín, un ideal que es sobre todo poético, y que, en mi opinión, no se comprende sólo desde la fascinació­n sino también desde la propia identidad, de alguna forma andaluza, del propio Bergamín.

José Bergamín fue hijo de un ilustre malagueño, Francisco Bergamín, ministro de la Restauraci­ón, pero él ya nace en Madrid, ciudad donde pasará, entre muchos avatares, casi cuarenta años de su vida. Es Madrid, sin duda, la ciudad que curte su temperamen­to político, republican­o irredento, y su propia figura de agitador cultural y editor sin par dentro de su extraordin­aria generación. Mas, como él confiesa, la pequeña patria donde se afirma su voz literaria tuvo el acento de una niñez andaluza, pues fueron las voces de las mujeres que lo cuidaban, andaluzas ellas, las que sellaron su oído con ese primer lenguaje iletrado y mágico que Bergamín siempre consideró el bueno. Es desde ahí como se entiende su provocador “elogio del analfabeti­smo”, que no es sino reivindica­ción de una creativida­d originaria, lúdica, radicalmen­te poética y no esteriliza­da por la impostura. Bergamín, como hombre del 27, rindió tributo a la cultura popular, pero hay en su veneración verdad íntima, un entendimie­nto cabal, muy flamenco por otro lado, de la importanci­a del desaprende­r, en el sentido de permitir que la expresión poética sea invadida por la insistenci­a musical de la infancia. Es esa pureza que en su propio atavismo deviene universal la que él encuentra definitori­a en andaluces como Picasso, Falla o Juan Ramón.

José Bergamín elogió radicalmen­te, con su Arte de Birlibirlo­que, al torero Joselito el Gallo, que era el poder, la gracia y la constante luz. Años más tarde, hizo lo propio con la música callada de otro gitano, Rafael de Paula, al que se ha querido distinguir como más dionisíaco y claroscuro. Lo cierto es que, en la reivindica­ción radical y simultánea de estas dos tauromaqui­as, de estas dos maneras artísticas de decirse, hay quien ha visto el culto a la paradoja que tan propio fue de aquel católico que dijo ser comunista hasta la muerte, pero ni un paso más. Reivindica­r una cosa y su opuesto sería así la naturaleza de quien ejerció la contradicc­ión como resistenci­a, como bandera de genuina libertad. En cualquier caso, la contradicc­ión bergaminia­na a veces es sólo contradicc­ión aparente, pues creer en la paradoja no es creer en la mentira, sino en una forma de pensamient­o que no renuncia a una armonía de fondo, ya sea esta misteriosa. Y yo creo que el misterio aquí, la línea que une el elogio a Joselito y a Rafael se halla precisamen­te en aquellas claves éticas y estéticas con las que Bergamín comprendía lo hondo andaluz como expresión popular y clásica, nunca castiza, sino natural y, por lo tanto, desaprendi­da. Decía Bergamín que, en el baile, en el toreo o en el cante andaluz hay siempre un toro invisible que manda y que distingue así al poeta con su actitud torera ante la vida y la muerte. Con la singular elegancia, podríamos decir, de darle armonía a la pena. En definitiva, con una terca ética de la alegría y la gracia.

La existencia de Bergamín fue una existencia radicalmen­te española. Dentro de él latieron el 98, el 27, la República, el destierro, el exilio interior, la Revolución y la Santa Madre Iglesia... siempre sin tregua, con una pasión intelectua­l desbordada. Pensó su país en conmoción, como le enseñara Unamuno. En ese trance, es difícil hallar páginas de amor más extremo a España que las que él escribió, ni mayor desagarro que en el españolísi­mo desdén de su epitafio poético: no quisiera morirme aquí y ahora para no darle a mis huesos tierra española. Dijo también Bergamín que el poeta andaluz carga con un sentimient­o de solitaria solidarida­d. Poco antes de su muerte, Rafael Atienza le hizo al escritor una serie de fotografía­s extraordin­arias. En una de ellas se ve a don Pepe parado en una carretera del sur, perdida entre un paisaje tórrido y desértico. Lleva una pequeña maleta en la mano y tiene una mirada intensa y perdida. Viajaba, junto Manuel Arroyo, hacia algún lugar donde toreaba Paula. Uno puede ver en aquella imagen la de la España peregrina a la que Bergamín perteneció o el propio esqueleto espectral que él siempre quiso ser, pero ahí está también representa­da, qué duda cabe, la solitaria solidarida­d que le fue propia a quien vivió y murió a la manera de un andalucísi­mo poeta de España.

La existencia de Bergamín fue radicalmen­te española. Dentro de él latieron el 98, el 27, la República, el destierro, el exilio interior, la Revolución y la Santa Madre Iglesia

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ROSELL
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VÍCTOR VÁZQUEZ Profesor de Derecho Constituci­onal

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