Granada Hoy

Retablo de infortunad­os

● Se reedita ‘El mundo sigue’ (1960), novela áspera de posguerra, escrita por uno de los autores vinculados al bando vencedor, y que Fernán Gómez llevó al cine, espléndida­mente, en 1963

- Manuel Gregorio González

Como se nos recuerda en el prólogo, esta novela de Juan Antonio Zunzunegui, publicada en 1960, fue llevada al cine en 1963 por el gran Fernando Fernán Gómez (quien la protagoniz­aría junto a Lina Canalejas y Gemma Cuervo) pero no alcanzó a estrenarse, sino muy fugazmente, en el Bilbao del año 65, acaso por inf lujo del autor mismo, que era vasco de Portugalet­e, académico de la lengua y un miembro destacado de la cultura franquista. No sería hasta el año 2015 cuando El mundo sigue se proyecte nuevamente en las salas, para mostrarse en toda su lóbrega desesperan­za. Según el propio Fernán Gómez, en la novela de Zunzunegui se recoge, de modo superior, el fracaso político y humano de la posguerra. Un fracaso –de ahí la episódica existencia de la obra– que venía narrado, con llamativa aspereza, por uno de los promotores de la victoria. Lo cual hace aún más interesant­e este dramático retablo de infortunad­os, cuya barojiana “lucha por la vida” exhibe un tono inhóspito y sobrecogid­o que don Pío nunca practicó, salvo como lector superficia­l y entusiasta de Friedrich Nietzsche.

Por supuesto, El mundo sigue no es solo un fruto literario de la posguerra. Ni siquiera en su vocación de obra “social”, muy pegada a la estrecha documentac­ión de las clases bajas, y con un importante apoyo en el monólogo interior, esta novela de Zunzunegui no deja de ser la heredera, honesta y desabrida, de la gran literatura española del XIX y primeros del XX. Como ya se ha dicho, El mundo sigue tiene el párrafo corto y el aire mordaz y abocetado de Baroja cuando retrató los desmontes y pensiones de Madrid. Y tampoco queda lejos de la España abnegada, tenaz y populosa de Fortunata y Jacinta. Es ese mismo Madrid en camiseta, que sueña con las terrazas del Retiro, el que aquí comparece galdosiana­mente. Sin embargo, hay una realidad, mencionada reiteradam­ente en estas páginas, cuyo peso modula el comportami­ento de todos sus personajes. Dicha realidad no es otra que la Guerra Civil (no por casualidad, los protagonis­tas viven en la plaza de Dos de Mayo, donde el grupo escultóric­o de Daoiz y Velarde, obra de Solá, adquiere un destacado y plural simbolismo). Y más que la propia virulencia de la contienda, sus consecuenc­ias sociales. La vida sigue es, pues, el relato de unos cuantos supervivie­ntes. Pero unos supervivie­ntes que no se enfrentan a la naturaleza hostil, sino a un país débilmente construido sobre la doble idea de la superviven­cia y la victoria.

Es fácil entender que cuando se publica El mundo sigue, año de 1960, el hambre de la posguerra quedaba ya algo lejos. Lo cual nos lleva a pensar que Zunzunegui quizá empleara esta obra a modo de recapitula­ción, y cuyo sentido era un sentido moral, en el que los personajes venían maltratado­s severament­e por las circunstan­cias. Tanto tiempo después, sin embargo, las escaseces de Zunzunegui pudieran confundirs­e con las escaseces recogidas en Galdós o en Valle. No así esta conciencia expresa de caer en la inmoralida­d, en la desesperan­za, en la superstici­ón, como fruto de la guerra. De modo que el lector que se asome a esta novela desvergonz­ada y atroz, habrá de enfrentars­e a dos escollos que son, a un tiempo, dos de sus mayores y más inmediatos atractivos: el tardío naturalist­a Zunzunegui emplea no poco de su talento en recrear el habla popular de un mundo, el Madrid del medio siglo, que ya no existe. Y junto a ello, junto a este léxico –pudiéramos decir exótico– se encuentran unas formas de pensar, a cuyo servicio se halla un castellano colorido y áspero, grosero y sexista, que hoy acaso resulten más extrañas que el ceremonios­o desenfado de Lázaro de Tormes. De resultas de todo esto, repito, el lector de hogaño quizá pudiera no extraer el eco aleccionad­or de una denuncia contra la España del Caudillo (recordemos de nuevo que Zunzunegui fue falangista de primera hora y hombre leal al régimen). Y tampoco sospechará, por iguales motivos, la amarga queja de un católico abrumado por el infortunio de sus compatriot­as.

Pero, aún desconocie­ndo los formidable­s dogales que asfixiaron a buena parte de aquella España, el lector comprender­á con facilidad la penuria, el arrojo o la doblez con que sobrevivie­ron aquellos hombres y mujeres del medio siglo. Hombres y mujeres que, ante nuestra incomodida­d o nuestro escándalo, ante nuestra desganada extrañeza, bien pudieran repetirnos el célebre adagio baudeleria­no: “Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”.

La obra no deja de ser la heredera de la gran literatura española del XIX y principios del XX

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El escritor bilbaíno Juan Antonio Zunzunegui (Portugalet­e, 1900-Madrid,1982).
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D. S.
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