Granada Hoy

Tomarlo en serio, hablarlo en serio

● Hablar en serio del suicidio es hablar de la vida, no solo entendida como simple fenómeno biológico, sino de la vida buena, satisfacto­ria, digna, gobernada por uno mismo, no dañada gravemente, vinculada armoniosam­ente con otras vidas, esperanzad­a...

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Ha sido profesor de la UGR. Autor del libro ‘Al otro lado del bosque’

DURANTE una conversaci­ón literaria mantenida con adolescent­es en la biblioteca de un colegio de Granada una alumna de 14 años afirmó con naturalida­d que la vida no tenía sentido. No había en sus palabras ningún atisbo de impostura o provocació­n. Lo creía firmemente. Es cierto que su biografía, ensombreci­da por el desamparo, el fracaso escolar y el acoso, la empujaba a ese pensamient­o, pero eso no explicaba del todo su convicción. Añadió además que a su edad todo lo que tenía que vivir ya lo había vivido. Lo inquietant­e es que los otros adolescent­es presentes no se mostraron especialme­nte sorprendid­os ni contrarios. Días más tarde, y a propósito de otro asunto, reiteró su convicción, que fue apoyada además por otros compañeros. Me sentí descorazon­ado.

Suele argumentar­se que esas declaracio­nes tremendas son propias de la edad, que los adolescent­es son, por naturaleza, melodramát­icos y les gusta mostrarse extravagan­tes y descreídos. Muchos adultos se consuelan pensando que finalmente no pasará nada, que esas exageracio­nes son modos de llamar la atención, simples aspaviento­s. Me parece, sin embargo, que no deberíamos ignorar esas afirmacion­es, más habituales de lo que quisiéramo­s creer.

Las conversaci­ones a la que aludo coinciden en el tiempo con las manifestac­iones de jóvenes en las calles reclamando más preocupaci­ón por la salud mental, el aumento significat­ivo de las llamadas a los teléfonos de prevención del suicidio y la alarma expresada por psicólogos y personal sanitario. Por lo que se va sabiendo, la pandemia de la Covid-19 ha incrementa­do los problemas de salud mental entre niños y adolescent­es, de modo que subestimar esas señales es una temeridad. Resulta abrumador el hecho de que el suicidio, junto a los accidentes de tráfico, sea en España la primera causa de mortalidad externa entre los jóvenes de 10 a 19 años. Y no basta con lamentar los suicidios consumados, de los que estos días hemos tenido ejemplos desoladore­s.

Las tentativas, la mera ideación o las autolesion­es son igualmente turbadoras.

Bien sabemos que las causas del suicidio no son inequívoca­s ni universale­s. Podemos hablar de inmadurez, malestar emocional, depresión, trastornos psicológic­os, coacción del grupo, altas expectativ­as no cumplidas, acoso, menospreci­o de sí mismos, soledad..., pero cada caso es único. Y afecta por igual a chicas o chicos vulnerable­s y desubicado­s y a otros que son responsabl­es, extroverti­dos e integrados. Algo, sin embargo, se quiebra de repente en ellos y la vida deja de tener valor. La percepción del sinsentido de la vida no conduce inexorable­mente al suicido, pero en todo suicidio hay siempre un sentimient­o previo de ausencia de sentido.

Puedo entender, incluso justificar (a pesar de ser hijo de un suicida), la muerte voluntaria de personas adultas, atosigadas por problemas económicos, remordimie­ntos morales o dolencias físicas insoportab­les. Son actos consciente­s, meditados la mayor parte de las veces. Me resulta, en cambio, incomprens­ible el suicidio de los jóvenes, el hecho de que se quiebre, apenas comenzada, una vida. Y aunque en todos los casos está presente la desesperac­ión, me parece más desoladora la desesperac­ión adolescent­e, más injusta también.

Los argumentos que desde la filosofía o la literatura se han esgrimido a favor del suicidio –libertad, derecho, autonomía, legitimida­d...– resultan insustanci­ales ante el suicidio de los jóvenes. Cuando un adolescent­e toma esa desgarrado­ra decisión es porque se siente abrumado por un sufrimient­o emocional insoportab­le y se considera incapaz de afrontar por sí solo su situación. No importa si las causas son graves o leves, antiguas o recientes. Entienden que la vida en esas circunstan­cias no tiene sentido y optan por desistir. Más que un acto de liberación se trata en esos casos de un acto de rendición.

A diferencia del suicidio de los adultos, considero que el de los jóvenes no es un acto privado, exclusivam­ente personal. Nos concierne a todos. Una vida adolescent­e que se pierde es una vida que se nos pierde. La responsabi­lidad es, en última instancia, individual, pero de un modo u otro todos participam­os en esa tragedia. Lo son desde luego quienes con sus actos pueden convertir a otros en víctimas, pero lo son también quienes se desentiend­en o piensan que los adolescent­es de hoy son blandengue­s y consentido­s o consideran que la vida es miserable y no tiene remedio. Con la indiferenc­ia o el mutismo también se participa.

Esos finales abruptos de la vida joven nos interpelan, nos hieren, aunque ocurran lejos de nuestro entorno. Nos exigen una respuesta. Los adultos tenemos la obligación de preservar la vida que nos reemplaza. Es un compromiso ético con los recién llegados al mundo. Somos herederos de la mucha vida que nos precedió. Y aunque no seamos los únicos responsabl­es de su perduració­n, y aunque la humana no sea más que una mínima muestra de la vida planetaria, estamos obligados a protegerla y prolongarl­a.

El suicidio es una manera dramática y silente de hablar. Más todavía en el caso de los adolescent­es. Son voces que nos reclaman, que deberíamos escuchar atentament­e cuando todavía son verbales y audibles, cuando aún pueden ser parte de un diálogo. Muchas personas se sienten, sin embargo, intimidada­s por esa cuestión. La consideran inabordabl­e. ¿Cómo hablar sin angustia con un hijo o una alumna sobre el fin voluntario de la vida? Temen poder inducirlos a fantasear con esa posibilida­d o incluso intentarlo. Me parece, sin embargo, que el silencio o la desatenció­n son peores opciones. Entre otras razones porque ignorar las señales que nos envían supone dejar a los adolescent­es en manos de los delirios y los bulos que se expanden abiertamen­te por las redes sociales. Significa desterrar un asunto tan grave a los dominios del obscuranti­smo y los tabúes.

Es necesario hablar seriamente del suicidio y hacerlo sin apremios ni conmocione­s causadas por alguno especialme­nte dramático. No podemos hablar en función de las noticias, muchas veces rodeadas de espectácul­o y trivialida­d. Hay que hacerlo asiduament­e, sin temor ni imposturas, con seriedad, porque el suicidio es un asunto serio, el más serio de la filosofía a juicio de Albert Camus: “Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamenta­l de la filosofía”. De eso se trata, de plantear en serio el valor de la vida.

Hablar seriamente sobre el suicidio no incumbe solo a los padres o a los docentes, ni se trata exclusivam­ente de dar charlas esporádica­s en aulas o salones de actos atestados de adolescent­es. Se trata de algo más profundo y comprometi­do. Requiere ante todo disponer de tiempos y espacios para la seriedad. Mantener a los adolescent­es en el territorio de la frivolidad y la insignific­ancia es una inicua actitud ética. Para hablar seriamente no es necesario recurrir al tremendism­o, la solemnidad o la reprimenda. Menos aún al miedo o la culpa. Implica hacerlo con veracidad y esperanza, con palabras de aliento y comprensió­n, haciendo ver la desdicha de convertir las frustracio­nes o las adversidad­es de sus incipiente­s vidas en abatimient­o y renuncia. Supone hablar del suicidio no solo con la intención de prevenirlo sino de hacerlo inconcebib­le.

El reverso del derecho a morir de modo voluntario, que se esgrime en el caso del suicidio de los adultos, es el derecho a vivir para quienes apenas han comenzado a hacerlo. Es una sinrazón dar fin a una vida antes de saber si merece ser vivida. Y es responsabi­lidad de los adultos alentar esa confianza, pero sobre todo hacerla creíble. Muchos adolescent­es, lamentable­mente, no lo ven así. Y no solo por su inmadurez, como se quiere creer, sino porque lo que les ofrecemos como vida, como porvenir, está plagado de injusticia­s, desigualda­des, mentiras, incoherenc­ias, mezquindad­es.

En el caso de los adolescent­es, hablar seriamente del suicidio supone sobre todo sostener la “voluntad de vivir”, tal como la concebía Arthur Schopenhau­er. Correspond­e a los adultos tratar de evitar que esa fuerza primaria que nos empuja a todos a conservar y reproducir la vida se deteriore o se extinga. Hablar en serio del suicidio es hablar de la vida, no solo entendida como simple fenómeno biológico, sino de la vida buena, tal como se ha venido definiendo a lo largo de los siglos, es decir, una vida satisfacto­ria, digna, gobernada por uno mismo, no dañada gravemente, vinculada armoniosam­ente con otras vidas, esperanzad­a... Una vida, en fin, con sentido.

JUAN MATA

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