Harper's Bazaar (Spain)

CHERNÓBIL ESTÁ MÁS CERCA QUE CAUDETE

El viaje como educación sentimenta­l. El escritor JUAN SOTO IVARS traza una ruta iniciática a través de la memoria de su abuelo, en una historia escrita para HARPER’S BAZA AR con la que recuperamo­s la tradición que abre estas páginas a las nuevas generacio

- Por Juan Soto Ivars Ilustració­n de Mercedes Bellido

HABÍAMOS ACOMPAÑADO al yayo hasta la tumba de la yaya. Ocupa la esquina superior de un bloque de nichos que recuerda a una urbanizaci­ón de la burbuja inmobiliar­ia. Éramos pocos, entre creyentes y ateos tres generacion­es de una familia con los ojos vueltos a lo alto mientras el tío Manolo rezaba una oración. Yo no creo en Dios, pero sí que creo en la belleza y el descanso. A nuestro alrededor cantaban los cipreses infestados de pájaros, más allá caía la tarde dorada en los cerros del monte, y tuve la misma sensación que al fnal de un viaje en coche cuando era crío. –Hace diecisiete días que está aquí –dijo el yayo. Los demás estábamos callados. También cuando, camino de la tumba de la yaya, él iba señalando los nombres y se sorprendía de tener más amigos en el cementerio que en el bar de La Perla. Con algunos hizo sus viajes. Amigos viajantes de comercio, aventurero­s en busca del tesoro por las costuras de la posguerra. Aquel día, antes de ir al cementerio, me había sentado con él para hacer un cálculo. Era una excusa cualquiera para entretener al viudo. Nos propusimos averiguar qué distancia cubrirían todos los puros que ha fumado. –¿Cuántos años tienes? –Noventa. –¿Y a qué edad empezaste a fumar? –A los catorce. Medí uno de sus caliqueños. Mientras echaba cuentas, pensé que ha cambiado mucho el fumar. Cuando él se arrancó con el tabaco puro, las pipadas no eran un signo de distinción ni un suicidio a plazos, sino el privilegio de un niño que entra en la vida adulta. Acabada la guerra, con doce años, mi yayo se había constituid­o en cabeza de familia. Empecé a liarme un cigarrillo: –Mi padre fumaba también de liar –dice. Nunca habla de su padre. –Has quemado diez kilómetros de puros en toda tu vida –le comuniqué. Para mi sorpresa, le pareció poco: –Menos que de aquí a Caudete. Mi yayo mide la distancia en pueblos de carretera. Por esas carreteras de España conoció a mi yaya, así que por esas carreteras llegamos todos los demás. Los primeros trayectos los hizo en bicicleta. Atravesó pedaleando la distancia asombrosa que separa Valencia de Cádiz, Madrid de Barcelona, porque sus hermanas cosían y él quiso hacerse útil, así que empezó a llevar género por las aldeas. Viajaba sin brújula ni mapa, con hambre y una maleta de muestras colgada del manillar de la bici. En un poblacho vendía algo, en el siguiente ni una gorda, pero preguntaba: ¿qué pueblo hay más allá? Y le decían: tal sitio. Y mi abuelo iba. –Eran todo caminicos de tier ra prensada. El viaje por necesidad sigue siendo duro, pero nos hemos acostumbra­do a las comodidade­s de los vuelos lowcost. Nos parecen de otro mundo las penurias de Los viajes de Anatalia en el libro de Eloy Tizón, o El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez, con sus hileras de comediante­s en una estampa que recuerda a las fotos de refugiados de guerra: pegotes de tela y cansancio que avanzan por caminos de tierra con las maletas colgadas del brazo. Aunque tenemos a los refugiados llamando a nuestra puerta, su viaje nos parece como de otro mundo. Y aborrecemo­s a los turistas aunque nos resignamos a convertirn­os en eso en vacaciones. La familia de mi yayo era de los nacionales, así que al terminar la guerra no tuvieron que pensar en exiliarse. Al contrario, se quedaron en Sueca. Su padre se deprimió y se convirtió en un inútil mientras las hermanas cosían. Pasaron hambre como los vencidos y tantos vencedores. Él colgaba una maleta del manillar de una bicicleta prestada y emprendía la marcha de pueblo en pueblo para vender ropa a comerciant­es. Me cuenta que una vez lo adelantó un pelotón de la Vuelta ciclista a España. Mi yayo vestía pantalón de pinza y camisa, pero apretó la marcha y se metió en el pelotón. Se saltó varios pueblos de su ruta y alcanzó la línea de meta perseguido por los rezagados. Los promotores de aquella carrera querían colgarle medallas. Le ofrecieron ropa deportiva y una bicicleta de carreras. –¡Pero qué dicen ustedes, si yo tenía que haberme parado cinco pueblos más allá para vender género! Nos reímos fuerte, nos abre su memoria para traernos relatos de viaje donde España no tiene ciudades, sino pueblos, y es capaz de recordarlo­s todos puestos en fla a ambos lados de la carretera. Así, ante nosotros, el humo de su puro se convierte en nube y oscurece pensiones deshabitad­as, descampado­s que hoy se han convertido en centros comerciale­s, cuarteles derruidos de la Guardia Civil que tuvieron ventanucos enrejados, iglesias bombardead­as, cuadras y carros, Caudete, la Encina, Fuente la Higuera, Mogente, Játiva, no había aldea que se le resistiera. Escuchando a mi yayo he aprendido más sobre la sensación de soledad en los confnes de un viaje que yendo yo mismo a viajar, aunque en mi viaje más solitario puse en práctica sus consejos. Sucedió muchos años después en un país que podría recordar a la España de los años cuarenta que pedaleó él.

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