ENTRE COPAS (LA VERSIÓN AUSTRALIANA)
De Melbourne a Adelaida, la costa meridional de AUSTRALIA es el Mediterráneo en las antípodas. También por sus vinos, tan excelsos que hasta la aerolínea más ponderada del mundo ‘cosecha’ allí . Vuelo directo a los valles con los mejores viñedos australes
No hay canguro que aguante al tórrido sol del verano austral. Como cualquier humano sensato, el animal prefere sestear, al menos hasta que caiga la fresca. Si uno va a las antípodas a ver canguros, ya puede esperar sentado. Mínimo, al ocaso. Entonces ahí están, brincando entre los viñedos, poniéndose morados: monastrell, syrah, garnacha, cabernet, pinot noir… Resulta que los canguros se pirran por las uvas y, como cualquier humano sensato, no hacen ascos a ninguna variedad. (Nota: ofcialmente, no se han avistado marsupiales en este viaje.Tampoco era la misión. El vendimiador que cuenta la historia de los canguros vinícolas bien podría estar de chufla, aunque el periodista sí logró atisbar un bulto peludo tumbado a la sombra de una parra. De pasada y desde la ventanilla del coche, también es verdad. No hay constancia de que estuviera afectado por los vapores etílicos. El canguro, esto es). Es probable que en los estados deVictoria y Australia Meridional haya más viñas que parientes del viejo Skippy. Desde que las cepas ³
Las colinas romas, los cipreses, la arquitectura blanca y albero... A poco que se descuide uno creerá que se encuentra en plena Toscana o en el Valle de Napa californiano, y no en el del Yarra
seminales llegaran al continente en 1788 para solaz de Arthur Phillip, gobernador de la primera colonia europea en Australia y fundador de Sídney, el cultivo se ha extendido por Oceanía hasta convertirla en el cuarto exportador mundial de vino en la actualidad. La entrega que le ponen en el gigantesco país es tal que ríanse ustedes del chovinismo vinatero español, italiano y hasta francés.“Mire cómo ondula la tierra, qué suavidad la de las colinas. Parece que estuviéramos en Francia”, se arranca orgulloso un bodeguero en un momento dado.Y lo cierto es que no se puede concebir un paisaje más cercano al del sur de Europa que este que está tan lejos de él. “Es el Mediterráneo en Australia. Por la orografía, por el clima e incluso por la gente. El carácter y la pasión son los mismos”, asegura Joost Heymeijer, vicepresidente sénior del servicio de catering de Emirates. Este, claro, es un viaje que comienza por todo lo alto (como cualquier otro que precise un avión).Y no solo en términos de altitud. La que pasa por ser la mejor línea aérea del mundo –según los premios Business Traveller y TripAdvisor, amén de la prestigiosa encuesta Skytrax– lo es de manera especial por la exquisitez de su oferta gastronómica a bordo. Sí, también en turista (ahí está el verdadero negocio, como reconoce la propia compañía). De hecho, la clase económica es en la que más vino se consume, y gratis –únicamente se paga por el champán–, hasta el 52% de las botellas que se sirven al año (11 millones, frente al poco más de un millón de las clases superiores, con previsiones de duplicarse para 2020, provenientes de una bodega que atesora 3,8 millones de vinos de 12 países, la mayor de todas las aerolíneas). El caso es que, siempre en busca de nuevas experiencias para el paladar, merced a un programa en el que lleva invertidos casi 630 millones de euros desde 2006, Emirates ha encontrado en Australia su destino ideal, espoleado por ese pujante turismo que mezcla gastronomía y cultura surgido en los últimos años al calor de sus muy cotizados viñedos y premiadas bodegas. Del Valle del Yarra al de Barossa, siguiendo la línea de costa que va de Melbourne a Adelaida, no hay operador o agencia que no ofrezca ya la consabida ruta enológica. Picnic con producto local sobre césped extra mullido y cata alcohólica por las vides más ordenadas –no están plantadas, están delineadas– que se conozcan. Aunque hacerse un entre copas motu propio tampoco tiene pérdida. Del centenar de viñedos que dominan el primero, más de 70 están abiertos al público. Y los restaurantes gourmet y las lecherías tradicionales (el queso feta persa que la Yarra Valley Diary produce desde los días de Charles Hubert de Castella, uno de los primeros vinateros de la zona a fnales del siglo XIX, es antológico; por algo será que provee a la mismísima Emirates) se cuentan por docenas. Si quieren una etiqueta para fardar de viaje en las redes sociales, no lo duden: #ponersegochoypedo. Al este de Melbourne, el Valle del Yarra es un espectáculo pastoral. Los más de 200 km del río que lo surca con suavidad y le da nombre –en cuyo tramo fnal, antes de su desembocadura en la bahía de Hobsons, se levanta la capital del estado deVictoria– alimentan un territorio feraz que ni sacado de los primeros días de la creación. Amanece con el manto gomoso de las brumas misteriosas, centellea glorioso ³
al mediodía y se acuesta con los últimos rayos del sol incendiando bosques y viñedos (a veces, como en el desastroso verano de 2009, literalmente). Si se encuentran un hobbit, no se extrañen. Reserva natural, pueden darse el gusto de ver koalas, wombats e incluso canguros y ornitorrincos en el santuario de Healesville. Aunque, no nos engañemos, aquí se viene a comer y, sobre todo, a beber. Vino, faltaría.
La mayoría de las vides siguen en manos de las familias pioneras que las sembraron y establecieron con ellas sus bodegas. En Mount Mary ya son tres generaciones, desde que David Middleton y su padre plantaran las primeras cepas en 1971. Sus hijos Sam, Claire y Hugo continúan hoy un negocio de vinos súper premium, artesanales y de producción limitada, en una hacienda desde la que se divisa una de las mejores panorámicas del valle, con las montañas nubladas de la Gran Cadena Divisoria al fondo. Lo cierto es que, entre las colinas romas, los cipreses y la arquitectura blanca y albero, a poco que se descuide uno creerá que se encuentra en plena Toscana. Sucede, por ejemplo, a la vista del imponente Domaine Chandon, la plantación en la que Moët & Chandon produce sus espumosos en las antípodas (una de las pocas que la marca posee fuera de Francia) desde 1986, benefciándose de su suelo arenoso y las bondades de un clima atemperado por la proximidad del océano, perfecto para las uvas pinot noir, meunier y chardonnay con las que elabora un producto excepcional según el tradicional método champenoise. Escenario de múltiples festas de postín, sus bodegas y su brasserie reciben visitantes todos los días. Si a estas alturas empiezan a oír en su cabeza una fanfarria televisiva familiar, no se alarmen. Es que están a punto de sufrir el síndrome Angela Channing. Ocurre defnitivamente cuando se llega a Levantine Hill, el Falcon Crest del valle (que, sí, también puede recordar al californiano de Napa). La mansión en lo alto de una colina por la que sus viñedos descienden en cascada –replicando a los Grand Cru de Chablis en la Borgoña francesa– y que la familia propietaria alquila como residencia vacacional, es una muestra de lo que el dinero puede comprar por muy poco gusto que se tenga.A sus pies, el restaurante Ezard, que comanda el chef Teage Ezard, da cuenta de sus apreciados vinos bajo una arquitectura no menos apabullante. Y, todo esto, a menos de una hora en coche de Melbourne, una ciudad de aluvión que explica esa mediterraneidad local con los inmigrantes italianos y griegos que se asentaron allí a partir de los años cincuenta del siglo XX (la gran invasión asiática llegaría en los ³
El Valle de Barossa parece suspendido en algún momento de la época victoriana austral, con esas villas e iglesias neogóticas que salpican un paisaje con mucho del Viejo Mundo, incluidas algunas de sus cepas más antiguas
setenta). Se despacha en un par de días, si no se es muy quisquilloso, pateando el Southbank, el paseo fluvial que desemboca en el popular complejo del casino Crown; perdiéndose por los callejones de Hosier Lane, monumento al horror vacui graftero; intentando encontrar el estudio de Ex Infnitas, la Hood By Air australiana, o pegándose el homenaje enVue du Monde, el restaurante con vistas en lo más alto de las torres Rialto, que acaba de inaugurar su exclusiva sala Dom Perignon, en la que el champán vintage se marida con carne de canguro y wallaby en un menú de 500 euros.
Enflando hacia el este, el Valle de Barossa parece suspendido en algún momento de la época victoriana austral, con esas villas e iglesias neogóticas que salpican un paisaje con mucho del Viejo Mundo, incluidas algunas de sus cepas más antiguas, las que quedaron a salvo de la epidemia de floxera que arrasó los viñedos de medio planeta a mediados del siglo XIX. Se nota especialmente en el legado de los colonos alemanes que encontraron allí un nuevo hogar a partir de 1842, como los Sppelts, fundadores de esa institución que es la hacienda Sppeltsfelds. El tawny, variedad de vino de Oporto envejecido en barrica de roble, es su especialidad y en su bodega-santuario se conserva un barril por cada año desde 1878 (los príncipes Guillermo y Enrique de Inglaterra tienen allí los suyos, señalados con sus fechas de nacimiento). El complejo –hoy en manos del mismo trust que controla las cercanas bodegas Kilikanoon, en Clare Valley–, recibe una media de 300.000 visitantes anuales y ofrece restaurante y experiencias vacacionales de lujo (sic). En 2016, fue distinguido como el mejor servicio turístico australiano. Con todo, la joya de la corona de Barossa es la hacienda Magill, hogar de Penfolds, la marca favorita de los connaisseurs, y no solo locales (el Penfolds Bin 389, que mezcla cabernet y syrah, es la botella más vendida del país; el número bin que lucen sus etiquetas de invariable diseño antañón, por cierto, es el que corresponde a la zona de almacenaje en la bodega).“Tu vino favorito no debería ser aquel que quieras compartir, sino el que deberías reservar para ti solo”, sentencia Peter Gago, celebridad enóloga y viticultor jefe de esta casa bicentenaria, que ha cimentado con variedades españolas como la garnacha y la monastrell ( mataro, perversión de Mataró, la llaman por allí) un fenomenal imperio, crucial en el desarrollo de la cultura vinatera antípoda. Sus vinos más añejos duermen en cámaras-sarcófago que ni las de un faraón y reserva para sus cosechas de excepción un gigantesco decantador de diseño propio tallado en cristal y plata. Conseguir reserva en su restaurante, Penfolds Kitchen, es un milagro. Casi tanto como en Appellation, el comedor de The Louise, el resort más elegante del valle, a 70 km de la vibrante Adelaida. Al fnal, conocer de primera mano no solo el origen, sino también la relevancia (económica, social y cultural) de los productos que se sirven a bordo de una línea aérea es jugar con ventaja, aunque ni mucho menos le convierta a uno en experto gourmet o catador. No es lo normal echarle cuentas a quienes están detrás de ese cruasán goloso, ese queso delicioso o ese vino sublime, pero ponerles nombres y rostros siempre hará más cálido el inicio de cualquier aventura. Recuerden los que han leído aquí si alguna vez bajan hasta Oceanía, un apelativo precioso que, aparte de Björk, ya casi nadie usa.