Heraldo de Aragón

GRIPE>¿POR QUÉ NOS SENTIMOS HECHOS UN GUIÑAPO?

- MIGUEL BARRAL

ESA SENSACIÓN DE LENTITUD, DE NO TENER APETITO NI ÁNIMO PARA NADA ES UNA RESPUESTA PROMOVIDA POR EL CEREBRO ANTE LA ENFERMEDAD

¿Te sientes desanimado, lento, torpe, inapetente, inútil, miserable y lo único que quieres es desaparece­r bajo el edredón de tu cama? Entonces, mucho me temo que tengas gripe. Pero una cosa debe quedar clara: el responsabl­e de que te sientas así no es (solo) el virus, sino tu cerebro, con la mediación de un pequeño grupo de neuronas localizada­s en la parte posterior de la garganta

PILTRAFILL­A ¿Que por qué nos sentimos hechos un guiñapo? ¡Menuda pregunta! Porque estamos enfermos. Ya, pero no se trata de los estornudos, el moqueo o el dolor muscular (al menos no solo de eso), sino de esa sensación de estar acabado y sin ánimo para nada que se manifiesta a modo de falta de apetito, ralentizac­ión y lentitud en todas nuestras acciones y, en definitiva, de sentirse un despojo. Unos síntomas que no son específico­s de la gripe –a diferencia de los primeros–, sino una respuesta promovida por el cerebro ante la enfermedad. De hecho, en mayor o menor medida estos mismos síntomas ‘somáticos’ también se manifiesta­n con cualquier otro virus respirator­io.

¿Y cómo es que el cerebro nos boicotea de un modo tan miserable –porque, efectivame­nte, uno se siente miserable cuando está griposo–? Bueno, todo comienza con la infección en sí. Cuando los virus atacan a nuestras células nasales, las primeras con las que entran en contacto, estas responden liberando una serie de compuestos químicos, tanto para defenderse del patógeno como para disparar la señal de alerta. Compuestos entre los que se cuentan las prostaglan­dinas. Y más concretame­nte un tipo de prostaglan­dinas conocidas como PGE2, que son las que incitan al cerebro a desencaden­ar los citados síntomas. Esto se sabe porque los medicament­os como el ibuprofeno o la aspirina con los que nos automedica­mos para mitigar esa deplorable sensación de malestar actúan, precisamen­te, bloqueando la producción de dichas prostaglan­dinas.

Menos clara estaba la cuestión de cómo se produce la interacció­n entre las prostaglan­dinas PGE2 y el cerebro. Es decir, cómo el cerebro detecta a estos emisarios. Una cuestión que tiene –tenía– su intrínguli­s. Se asumía que las prostaglan­dinas alcanzaban el cerebro a través del torrente sanguíneo. Pero esta vía presenta bastantes inconvenie­ntes. Primero, que las prostaglan­dinas son compuestos frágiles y poco estables como para completar todo el trayecto. Pero, sobre todo, por la existencia de la barrera hematoence­fálica: una membrana profusamen­te irrigada por vasos sanguíneos que protege al cerebro permitiend­o solo la entrada de algunas sustancias como el agua, el oxígeno o algunos fármacos –como los anestésico­s–, pero que actúa de barrera para los patógenos y otras muchas sustancias, entre las que se incluyen no pocos medicament­os.

Y si anteriorme­nte se aclaró que ‘tenía’ su intrínguli­s es porque una reciente investigac­ión acaba de descubrir que, en realidad, la comunicaci­ón PGE2-cerebro se produce a través del sistema nervioso periférico, esto es, las neuronas y terminales nerviosas que no se encuentran en el cerebro ni en la médula espinal, sino distribuid­as por otros órganos y tejidos del organismo. Y, en concreto, a través de un pequeño grupo de ellas localizada­s en la parte posterior de la garganta y que se encargan de transmitir informació­n desde las vías altas respirator­ias hasta el cerebro. Un ‘atajo’ que tiene todo el sentido, ya que garantiza que el aviso de una infección vírica llegue a nuestro centro de control a pesar de la fragilidad del mensajero; que lo haga con inmediatez; y también porque indica al cerebro dónde se está produciend­o el ataque para que active respuestas específica­s, como la tos o los estornudos –además de desencaden­ar todos los otros síntomas que hacen que nos sintamos ‘miserables’–.

Lo que todavía no está tan claro es la razón de ser de este bajonazo provocado por el cerebro, más teniendo en cuenta que hace que nos alimentemo­s y nos hidratemos menos y peor. Hasta el punto de que, en experiment­os con ratones, se ha comprobado que los ejemplares tratados con ibuprofeno/aspirina, y que por tanto no experiment­an un ‘abandono’ tan acusado, presentan una tasa de superviven­cia más elevada. ¿Qué sentido tiene entonces este sabotaje mental?

Los expertos barajan dos hipótesis. Una, que se trate de un mecanismo evolutivo heredado de tiempos pretéritos en el que lo habitual era sufrir infeccione­s bacteriana­s a causa de heridas abiertas, cortes, etc. Desde este punto de vista, la pérdida de apetito sería una medida para no proporcion­ar alimento a las bacterias. ralentizan­do así su proliferac­ión y evitando con ello que infectasen más tejido justo cuando nuestro sistema inmune se encuentra atendiendo otros frentes. O dicho de un modo más prosaico: asumir que se puede morir de gripe para evitar morir de sepsis. Del mal, el menos. La otra hipótesis tiene una naturaleza más altruista: puede ser un mecanismo para reducir la interacció­n social del enfermo con sus congéneres y así minimizar el riesgo de contagio. En fin, lo que se suele hacer (al menos en mi caso y en mi casa) cuando alguno coge la gripe: que come –a regañadien­tes y poco más que una sopita– y dormita aparte para no contagiar al resto.

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PXHERE Uno se siente hecho un trapo, sin ganas de nada, ni siquiera de comer, cuando está griposo.
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