Heraldo de Aragón

Beber millennial

- Juanma Fernández

No sé por qué dejé de ver ‘Mad men’. Ocurrió hace unos años, empecé la serie, en cierto momento pensé que no pasaba nada, y la abandoné. Fue hace un par de semanas cuando, zozobrando por el menú de una plataforma en ‘streaming’ entre telefilmes y series de saldo, reboté a otra y de ahí a Don Draper, que, supongo, me seguía esperando. Ha sido un rencuentro feliz con esa agencia de publicista­s en la Nueva York de los años 60. Me sigue dejando impresiona­do cómo abandonan las tramas al baño maría para que te guardes el hambre, y el consumo desproporc­ionado de whisky en horas de trabajo. Despachos con minibar para reuniones a veces de 10 minutos donde no falta un buen lingotazo; me pasa eso a mí y al tercer compañero que se acercara a mi mesa le tendría que pedir un omeprazol y un ibuprofeno. Lo que ocurre es que en ‘Mad men’ se bebe por reflejo, con hígados destilería protegidos de resacas y borrachera­s, aderezados con una ingente cantidad de tabaco al punto de que en esa planta de Manhattan se podría calcular la misma esperanza de vida que en Somalia.

Reside en la serie un tufo varonil más allá del perfume donde a los directivos, bien trajeados, les presupongo un buen pestazo a bareto ahumado que la pantalla protege, pero que me recuerda a cuando en los bares se fumaba y en la habitación de uno al día siguiente olía que casi había que repintar. En cualquier caso, me aferro a la serie por la costumbre del whisky, bebida que está logrando pocos adeptos entre los millennial­s pero que yo bebo con gusto (fuera del trabajo) mientras mi novia y amigos se sienten ajenos a mi paladar con sus rones y ginebras (a veces rosa, y aun así tienen la valentía de criticarme). Es en esa pelea donde toca celebrar que HERALDO tenga un cóctel con su nombre en Pamparola, y que éste lleve whisky. La malta, el maíz y el centeno destilados son una ceremonia exquisita y cualquier avance en su populariza­ción ha de ser motivo de celebració­n por hacer del mundo un lugar más elegante (ya lo decía Javier Krahe, que arrastró al whisky a Sabina en La Mandrágora), dulce y feliz. Si un día me cruzo a Don Draper por Independen­cia (el Madison avenue maño) le preguntaré por el misterio de las bebidas que amenazan con pasar a mejor vida; y por qué los anuncios y las promesas convencen más que la felicidad.

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