Heraldo de Aragón

Pequeñeces de ayer y hoy

- Pablo Ferrer

Las loas al beneficio espiritual de las pequeñas cosas forman parte de nuestra educación. Era así hace 40 años y sigue siendo así ahora. Cuando cambian los roles y de receptor se pasa a emisor de sabiduría refranera (Sancho Panza y la panza ancha, ombligos del universo) te das cuenta de que tus mayores sabían mucho. Todo cuenta. Ejemplo: en el edificio de esta santa casa hay dos máquinas de refrescos burbujeros y sí, culpable, los tomo. Por arte de birlibirlo­que, la misma lata vale 90 céntimos arriba (en la que me queda más cerca) y 80 en la del segundo sótano, seis plantas más abajo. Ojo, y efectivame­nte: cada nueve latas ‘baratas’ supone una gratis por no coger de las ‘caras’. Problemas del primer mundo, ¿eh? Filosofemo­s, que no es gerundio y como imperativo no agrede: si opto por el desplazami­ento en aras del ahorro, tardo unos 4 minutos (retraso del ascensor mediante, hasta 5) en regresar a mi puesto, frente a los 45 segundos de pausa que supone ir a por la de 90 cucañas, que es igual que la de 80, vaya lata. Optimizo mi rendimient­o laboral si gasto más. Por otro lado, usar el ascensor solo en el regreso (para subir no me da la voluntad) hace que baje seis pisos andando, ergo quemo calorías que no repongo: la lata es sin azúcar. Mi descenso en productivi­dad al multiplica­r (mucho, y en proporción, como Berto con David el Gnomo) el tiempo de la transacció­n se compensa con la oxigenació­n de las células, que refuerza por ósmosis (o así) las sinapsis cerebrales y mejora mi rendimient­o intelectua­l. ¿Qué hago? Rezar, claro: patrones, si van a unificar el precio de las máquinas, que sea a la baja, ‘pofavó’. Y amén.

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