Heraldo de Aragón

Ayer, hoy y mañana

- Aurelio Viñas Escuer

Tres días importante­s en el presente de nuestras vidas. El ayer ya pasó; ahora nos parece que casi inadvertid­o, puesto que no nos proporcion­ó nada de ser tenido en cuenta. El hoy transcurre hasta el momento sin ninguna novedad importante. Y ‘mañana Dios dirá’, como se ha manifestad­o siempre. Con estos sencillos argumentos podríamos arrancar casi todos los días del año. Así, sumando días y días amorfos, vamos viendo pasar los años, hasta caer en la inquietud un poco peculiar de llegar a la vejez.

He leído estos días, creo que por segunda vez, el libro titulado ‘Charlas de café’, de Santiago Ramón y Cajal que, además de un gran histólogo, merecedor del Premio Nobel de Medicina en 1906, era también un destacado literato y un gran pensador. Así hasta su muerte en Madrid en 1934, a los 82 años de edad. Y en el libro citado escribió: «Hay una enfermedad crónica, necesariam­ente mortal, que todos deberíamos evitar y que, sin embargo, todos deseamos: la ancianidad. Ya Gracián decía: “Todos desean llegar a viejos, y en siéndolo, no quieren parecerlo”».

Pues bien, yo he llegado a viejo y no trato de ocultarlo. ¿Para qué? Me considero a mí mismo un hombre decrépito, casi un parásito para algunos individuos que no piensan que también ellos pueden ir perdiendo facultades y llegar a viejos. Cobro una pensión que tal vez supere ya lo que fui dejando en la hucha pública a lo largo de muchos años de trabajo y ya no doy ningún rendimient­o material. ¿Y en qué me entreal

«La envidia y el odio de los viejos tiempos de Caín siguen presentes, y tal vez creciendo, en el mundo actual»

tengo, preguntará­n ustedes? Un poco por vocación y otro poco por costumbre, escribo algún artículo para la prensa, más de críticas que de alabanzas, porque así lo requieren los vientos que actualment­e soplan sobre el mundo. Y llevo siempre entre manos la redacción de alguna novela para añadir a las que ya tengo publicadas. Quizá se deba todo ello a que la afición a escribir es en muchos casos una enfermedad. Una enfermedad y una medicina mismo tiempo, como ya he dejado patente en alguno de mis libros.

Intento algunas veces algo así como hacer un balance social de lo que ha sido y es la vida y me encuentro con la dura realidad de que en casi un siglo que he vivido, las cosas han mejorado muy poco. En algunos aspectos incluso han ido a peor. A nivel mundial sigue habiendo guerras; guerras que no se sabe quién las provoca y que no sirven para otra cosa que para la destrucció­n y para ver correr la sangre. Y de puertas para adentro, las cosas andan igualmente mal. Las diferencia­s entre los humildes y los poderosos son iguales o mayores, las relaciones matrimonia­les empeoran sin que nadie se rasgue las vestiduras, los suicidios aumentan, la educación de los jóvenes disminuye, la espiritual­idad de la mayoría de las personas anda por los suelos, el dinero lo justifica todo y cosas así.

Estos inventos que los viejos consideram­os modernos, tales como el teléfono móvil, las comunicaci­ones ‘on line’, la internet y otros artilugios semejantes han ido creciendo hasta alcanzar ese resumen que hemos pasado a denominar inteligenc­ia artificial. Es ventajosa en algunos aspectos y hay que reconocerl­o. Pero, ¿ha mejorado algo nuestra existencia? Si sabemos ser sinceros con nosotros mismos tenemos que reconocer que muy poco. Y a veces nada. Con frecuencia nuestros ojos son más felices cuando miran al vacío que aprisionad­os en las pantallas y pulsadores que nos rodean.

La envidia y el odio de los viejos tiempos de Caín siguen presentes, y tal vez creciendo, en el mundo actual. Y la destrucció­n física del planeta, puesta de manifiesto sobre todo en el cambio climático, se encuentra caída en los estercoler­os de la economía.

¡Mundo, mundo!, decían ayer nuestros abuelos a modo de protesta. ¿Qué dirán mañana los niños de hoy si llegan a ser abuelos?

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