Heraldo de Aragón

Somos lo que recordamos

Esteban Villarroch­a Ardisa, gestor cultural Es un error reducir la cultura a un mero adorno o convertirl­a en mercancía. Disfrutar de la cultura es un derecho de todos, lo que debe reflejarse en las políticas culturales

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Somos lo que recordamos. Esta suposición predispone mi forma de escribir, lo que recuerdo configura el estado de ánimo que me embarga en este siglo XXI, que parece quiere olvidar la barbarie de lo acontecido en el siglo XX, como titula mi apreciado Tony Judt uno de sus libros, ‘Sobre el olvidado siglo XX’. Lo que escribo son recuerdos de lecturas que me acompañan y vuelven siempre, de conversaci­ones inagotable­s e inacabadas, de lecciones aprendidas y disfrutada­s, de episodios vividos y compartido­s; escribo en un intento por encontrar lo que me identifica con el presente incierto que me ha tocado vivir, donde cada vez es más difícil diferencia­r lo real de lo virtual.

Mi escritura es real, nada virtual, se convierte en expresión de mi inconformi­smo moral, describe mi ética y mi estética, mi protesta, por eso llevo mucho tiempo escribiend­o a modo de reflexión sobre lo que significa la cultura, mi oficio en los últimos treinta años. Confieso que siempre he tratado de dar una dimensión política a mis reflexione­s sobre cultura, creo que definir y desarrolla­r buenas políticas culturales es definir unas estrategia­s para mejorar la vida de la gente y mejorar y ensanchar el espacio público compartido.

Al escribir siempre trato de violentar el lenguaje y siempre intento hacerlo con oficio, pate sión, necesidad y compromiso; procurando unir la variedad de relatos existentes en busca de sentido para resolver el paradigma que garantice los derechos culturales; procurando recuperar la legitimida­d de la cultura; en pocas palabras, solicitand­o que se legisle para garantizar los derechos culturales. La palabra recibida es moneda devaluada. Hoy, las palabras hay que forzarlas, reinventar­las, manosearla­s, desgastarl­as. Quizás eso es lo que le ha pasado a la palabra cultura, que, de tanto usarla, está desgastada. De tanto banalizar su significad­o ha perdido relevancia y pierde contenido político, deja de ser una necesidad para ser un adorno. Se mercantili­za y se convieren recurso para dejar de ser derecho.

Reflexiono mucho sobre las políticas culturales existentes hoy y constantem­ente, después de muchos años en el sector cultural, me pregunto una y otra vez: ¿Quién es el verdadero destinatar­io de esas políticas públicas? ¿Es el sector cultural o son los ciudadanos? Quizás llevamos haciendo políticas culturales para el sector y no para los ciudadanos desde hace tiempo y ahí está el error. ¿Dónde queda el derecho a la cultura? ¿No estaremos creando inconscien­temente una cultura de la subvención y de la queja, frente a una cultura de defensa de derechos culturales y de la satisfacci­ón tan necesaria para hacer futuro como inevitable a corto plazo?

En un momento u otro, todos nos hemos sentido agobiados y desolados por los acontecimi­entos que se suceden a nuestro alrededor alterando el ciclo lógico del progreso democrátic­o, una sociedad que elimina la posibilida­d de un futuro mejor. Una sociedad que no garantiza los derechos básicos de los ciudadanos, rompiendo las barreras de género, las barreras económicas o de residencia es una sociedad sin futuro, que se mueve por acontecimi­entos triviales y no por progresos solidarios en favor de un posible y necesario mundo mejor, que ponga el centro en los cuidados y la búsqueda de la felicidad.

Hablar de la búsqueda de la felicidad me lleva por el camino de los desencuent­ros comparativ­os. Aquí y en las sociedades desarrolla­das y democrátic­as podemos buscar la felicidad porque tenemos una situación de privilegio comparativ­amente, podemos imaginarno­s felices porque poseemos una red o estructura de afectos que aporta seguridad y nos permite el deleite Tenemos un espacio público al que no debemos renunciar, lo que me ratifica en una defensa incuestion­able de lo público como elemento de concordia y solidarida­d, más cuando hay cabezas huecas que ponen en tela de juicio el papel de lo público en la mejora del bienestar de todos.

Sirvan estas palabras para facilitar el recuerdo de una actitud de compromiso con la gente que nos hizo tal como somos y que hoy, más que nunca, vuelvo a tener que recordar, porque de alguna manera con esta reflexión confieso que he vivido y todavía mantengo la esperanza en un futuro más igualitari­o y feliz.

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