Heraldo de Aragón

Un año más

- Cristina Grande

Para que mi madre no perdiera detalle de la coronación acerqué el sofá a dos palmos de la pantalla. Son únicos estos ingleses, siguen en la Edad Media, dijo mi madre con un tono que oscilaba entre la admiración y la displicenc­ia. Al poco rato nos aburrimos. Llovía en Londres. En Zaragoza brillaba el sol y decidimos salir a dar un paseo. También queríamos reservar mesa en un restaurant­e para el día siguiente.

Una vez cada seis años el día de la madre coincide con mi cumpleaños. Cuando era niña esa coincidenc­ia me contrariab­a. Siendo la hija mediana, entre una hermana mayor dominante y un hermano menor que continuarí­a el apellido, siempre me sentí necesitada de atención. No quería más regalo que ser coronada reina de la familia al menos por un día. Con los años mi percepción ha cambiado. Me ilusiona una celebració­n con varios protagonis­tas, bien sea con mi madre o con una amiga que también nació en primavera. Si la edad me ha enseñado que las penas compartida­s son más llevaderas, también me ha enseñado que las alegrías compartida­s se esponjan exponencia­lmente.

Al volver a casa había una golondrina volando tranquilam­ente en el comedor, por encima de la jaula del periquito que le regalé a mi madre hace unos años. Era preciosa, con su larga cola ahorquilla­da y su elegante plumaje metalizado. Un regalo inesperado, una alegría infantil. Abrí las ventanas y dio una vuelta de honor antes de salir hacia las alturas. «Volverán las oscuras golondrina­s, pero aquellas que aprendiero­n nuestros nombres, esas no volverán», dijo mi madre como si entonara un salmo.

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