El arte del silencio
Repentinamente la radio de la cocina que siempre me acompaña en las labores domésticas se calló y me quedé absorto mirando las borrajas que preparaba, a la espera de que el transistor retomara la conexión con las ondas y reanudara su cháchara envolvente. Paladeé esa pausa pensando en el silencio como el gran olvidado en este flujo incontrolado de mensajes, ruido y confusión en que se ha convertido la comunicación contemporánea y comprendí que este y muchísimos otros silencios son imprescindibles para entendernos. Sin él estamos condenados al barullo. Entre otras cosas, invita a la reflexión, porque nos desconecta del entorno, y si recurrimos a él con intención nos evita en muchas ocasiones que podamos meter la pata.
Los silencios están plagados de significados. Pensemos, por ejemplo, en esos minutos que se suelen guardar en memoria de alguien que ha desaparecido. O los pictogramas con el dedo índice cruzando los labios en los carteles que cuelgan de las paredes de determinados centros públicos que nos conminan a mantener la boca cerrada. O las luces roja y verde de un estudio radiofónico que indican cuándo el locutor está o no en el aire. También están los embarazosos, los dramáticos y esos otros que te regalan serenidad cuando se producen en medio del tráfago.
No es lo mismo un silencio corto que uno prolongado. Los primeros dan pie a la interpelación y los segundos generan expectativa en el interlocutor. Lo saben bien los músicos que escriben o interpretan la sucesión de notas intercaladas de pausas más o menos largas de una partitura. Así que podríamos hablar de un arte del silencio. Igual en la música que en la literatura. Los espacios entre las palabras que leemos son los silencios que acotan y contextualizan la acepción precisa de las mismas. Así que aquí les dejo este texto con 348 palabras y 347 espacios en blanco que espero den sentido a lo que acabo de plasmar desde el portátil en el salón y en medio de un silencio roto desde las ventanas por el fragor del tráfico en el centro de la ciudad. aparecen ‘recuerdos’. Una foto del 30 de abril de 2012 de un Pirineo con niebla y algo de nieve. Cierro el móvil y salgo de casa. Son las once de la mañana del 30 de abril de 2023. Hay ya 20 grados de temperatura. Hace semanas que no llueve. Abro otra red social: todo son fotos de gente en la playa, disfrutando del buen tiempo. Es lógico, somos sociales y buscamos el sol como animales. Sin embargo, también es todo algo tenebroso. Necesitamos que llueva. Miles de personas viven en Aragón del campo, directa e indirectamente. Nuestra economía también. Pero es que, además, la propia supervivencia del planeta está en juego. Nos lo estamos jugando todo.
Rebeca Muñoz Gil ZARAGOZA