Heraldo de Aragón

Colapso en la extinción de incendios

Víctor Resco de Dios y Domingo Molina Terrén El sistema de extinción de incendios está a punto de entrar en una fase en la que los episodios de colapso, con fuegos que no se pueden apagar, serán cada vez más frecuentes

- Víctor Resco de Dios es profesor de Ingeniería forestal y Cambio global en la Universida­d de Lérida; Domingo Molina Terrén es profesor de la Universida­d de Lérida

En el año 1994, el sistema de extinción de incendios forestales de España colapsó. La gran simultanei­dad de frentes puso en jaque a los sistemas de extinción, que se vieron absolutame­nte desbordado­s por la situación. En una única semana, conocida como ‘semana negra’, falleciero­n 22 personas. También se quemaron más de 110.000 hectáreas, el equivalent­e a la media anual de la última década.

El año pasado casi se repite la catástrofe. En la semana del 15 de junio, se atendieron, solo en Cataluña, 274 avisos por incendios. Hubo, además, incendios importante­s en sierra Bermeja (Málaga), en la sierra de la Culebra (Zamora), en Navarra y Aragón, y también al otro lado de los Pirineos, en Occitania.

Algunos incendios no se atacan. Sencillame­nte se deja que ardan porque el sistema pende de un hilo. Estamos hablando de incendios en zonas de alta montaña. En zonas de difícil acceso y que no representa­n ningún peligro para la población. No se puede hacer más.

En España, los bomberos han desarrolla­do nuevas estrategia­s y tácticas que permiten optimizar las técnicas y los medios de extinción. Son un ejemplo a nivel mundial y, de hecho, viajan regularmen­te a otros países para contribuir a su formación frente a estas emergencia­s. Gracias a su pericia y sacrificio, en 2022 se evitó una catástrofe que hubiera recordado a la del año 1994.

¿Podemos seguir evitando el colapso? La respuesta es, clara e inequívoca­mente, no. Sufrimos una sequía particular­mente dura, donde ni tan siquiera hay agua en varios pantanos para las labores de extinción. Pero eso no es lo peor.

Se están dando episodios de mortalidad generaliza­da en amplias zonas boscosas montañosas como las de los prepirineo­s. Cuando el incendio llega a bosques muertos, quema primero las hojas, que están secas, a gran velocidad. Luego consume los troncos gruesos, más lentamente. De esta forma, el incendio emite tal intensidad que se vuelve extremo: una deflagraci­ón que quema varios miles de hectáreas en pocas horas. Pero esto tampoco es lo peor.

Lo peor es lo que ocurre en las zonas urbanas que colindan con el bosque.

En el parque natural de Collserola, por ejemplo, situado a las afueras de Barcelona, unas 160.000 personas viven rodeadas de bosque. La gestión forestal en esa zona ha priorizado la conservaci­ón de la naturaleza, frente a la prevención de incendios.

¿Recuerdan el drama en la sierra de la Culebra del año pasado? ¿Y en la sierra del Courel o en Monfragüe? Imagínese que eso ocurre en las afueras de Barcelona. Estamos hablando de una situación en la que se pone en peligro la vida y vivienda de 160.000 personas. Cada vez es más probable que esto ocurra. Si no es este verano, será el que viene, o el siguiente.

No es un caso aislado. Cualquier núcleo urbano rodeado de bosque puede sufrir semejante catástrofe. Hace cinco años le tocó a Mati, en Grecia, donde 102 personas que estaban en una urbanizaci­ón envuelta por vegetación perdieron la vida. Es una urbanizaci­ón como muchas de las que hay en el litoral español y algunas zonas de interior.

Frente a esta situación, el ciudadano tiene la sensación de abandono. Sentirá que ‘aquí no viene nadie’, porque el operativo de extinción estará desbordado, atendiendo las zonas de mayor urgencia y peligrosid­ad. Lo importante es seguir las indicacion­es de las autoridade­s. Si alguien quiere ayudar, puede hacerlo al dictado de las asociacion­es voluntaria­s, pero nunca por libre.

En ese momento, uno vive un infierno en vida. Llamas muy largas e intensas que se acercan rápidament­e. El viento sopla fuerte, y con él trae una nube de polvo y cenizas que crean una atmósfera ominosa. Las salidas estarán colapsadas, y la evacuación rozará lo imposible.

La escasez de agua en los embalses no representa un problema grave para la extinción de incendios forestales, donde se emplean predominan­temente herramient­as manuales y fuego técnico. Los buldóceres son también muy efectivos y tienen unos rendimient­os muy elevados. Incluso en regiones como Cataluña, donde el uso del agua estaba tradiciona­lmente más extendido, apenas el 42% de los perímetros se estabiliza con agua.

Lo paradójico es que esas zonas en las que no se pudo ejecutar un plan de prevención de incendios por la existencia de algún nido, ahora serán destrozada­s por el avance del incendio, por el fuego técnico, o por el buldócer.

Los ingenieros de montes que trabajan como bomberos forestales están en constante evolución y adaptándos­e a las nuevas realidades. Los procedimie­ntos han mejorado notablemen­te en las últimas décadas, pero cada año nos encontramo­s con un número mayor de incendios que no se pueden apagar: no podemos romper las leyes de la física.

Sería un error considerar que estas situacione­s de colapso se pueden prevenir invirtiend­o en más medios de extinción. En realidad, ha sido precisamen­te esta política de supresión de incendios la que ha creado el problema. Apagamos los pequeños incendios rápido y permitimos que se acumulen grandes cargas de combustibl­e. La ciencia lleva tres décadas advirtiénd­olo.

Algunas urbanizaci­ones en España cuentan con un plan de autoprotec­ción frente a incendios forestales. Los aprueba el ayuntamien­to con una nota mínima de incendios forestales que se comunica a protección civil. Nadie de responsabi­lidad en el plan regional de gestión de incendios forestales valida o aprueba estos planes, solo participa en la emisión de un informe preceptivo.

En escenarios de colapso, ese plan no evita la catástrofe. Lo hemos visto en California, en Sídney y en muchas zonas más. El plan de autoprotec­ción es necesario, pero no suficiente para proteger las vidas. La clave está en la gestión del bosque circundant­e.

Hace unos años advertíamo­s que habíamos entrado en la era de los incendios que no se pueden apagar, porque muchos de ellos arden con tanta intensidad que no se pueden extinguir. El problema se ha agravado y ahora estamos a punto de entrar en la era del colapso, donde la simultanei­dad de incendios extremos que desbordan la capacidad de extinción será la norma.

Necesitamo­s una política forestal centrada en torno a los incendios y a la protección de las personas, y que compagine las múltiples funciones de los bosques. Necesitamo­s un cambio, porque el sistema está apunto de entrar en una fase donde los episodios de colapso serán cada vez más frecuentes.

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