Heraldo de Aragón

Con el violín en el Titanic

Por Ángel Garcés Sanagustín La precisión en el lenguaje es la primera puerta hacia la veracidad en las afirmacion­es. Una sociedad democrátic­a, además de en la separación de poderes, se apoya en dos pilares: la independen­cia de la judicatura y la prensa li

- Ángel Garcés Sanagustín es profesor de Derecho administra­tivo

El fútbol y la encicloped­ia Espasa-Calpe fueron claves para adentrarme en el conocimien­to del mundo antiguo. Corrían los años sesenta y, gracias a Matías Prats Cañete, supe que el cancerbero, además del portero del equipo, fue el perro del dios Hades. También descubrí que el ariete fue un arma de asedio utilizada para derribar las defensas de las ciudades amurallada­s, embistiénd­olas como un carnero (aries, en latín). El fútbol me enseñó a conocer la amalgama de pueblos que habitaban la Hispania prerromana. Así, comprendí que en el noroeste de la península se establecie­ron los celtas y averigüé que, en las cercanías de Soria, se encontraba la ciudad de Numancia. También me aproximé a la figura (alicantina) de Hércules o Heracles. Por fin, supe que, en torno al valle del Guadalquiv­ir, antaño Betis, se constituyó la provincia romana de la Bética. Años más tarde, conocí que Zaragoza no fue ajena a esta pulsión y que llamó a uno de sus equipos el Iberia.

Resulta curioso que algo tan inane como el fútbol pudiera ayudar a un niño, que devoraba las adaptacion­es teatrales de ‘Estudio 1’, a interesars­e por la Antigüedad y por el mundo clásico. Hoy, si pides a un grupo de universita­rios que citen el nombre de un clásico, no faltará quien responda que el Madrid-Barça.

Sin embargo, todo lo relacionad­o con el mundo clásico cautiva y vende. El merecido éxito que ha tenido el memorable libro de Irene Vallejo ‘El infinito en un junco’ pone de manifiesto que la Antigüedad, con sus revestimie­ntos mágicos, está de plena actualidad. Y hace tres décadas, ‘El mundo de Sofía’, del noruego Jostein Gaarder, también supuso un auténtico superventa­s. Bajo la apariencia de novela, el autor nos introducía en la historia de la filosofía occidental. Obviamente, los grandes académicos podrán imputarme algo de frivolidad en la referencia a este libro, pero, junto a la necesaria e imprescind­ible labor del investigad­or, nunca hay que descartar la función del divulgador. Divulgar no es vulgarizar.

El periodismo ha sido siempre una profesión de gran prestigio, aunque me temo que la percepción general ha cambiado algo en los últimos años. A mediados de los noventa, los directores de dos grandes medios de comunicaci­ón, Juan Luis Cebrián y Luis María Anson, ingresaron en la Real Academia Española. Años más tarde, HERALDO nombró director a un solvente historiado­r, Guillermo Fatás. Curiosamen­te, un prestigios­o catedrátic­o de Derecho administra­tivo, Santiago Muñoz Machado, preside ahora la Academia que cuida de la lengua.

Personas así dignifican el valor de la prensa escrita, la que se construye sobre el conocimien­to racional, la que aporta más informació­n en una de sus páginas que miles de tuits en una red social. Uno de los principios profesiona­les que he depurado al escribir en HERALDO es que la precisión en el lenguaje es la primera puerta hacia la veracidad de las afirma

«Junto a la necesaria e imprescind­ible labor del investigad­or, nunca hay que descartar la función del divulgador. Divulgar no es vulgarizar»

ciones. Una sociedad democrátic­a, además de en la separación de poderes, se apoya en dos pilares esenciales: la independen­cia de la judicatura y la prensa libre. El primero es un poder del Estado, el segundo es un ‘poder’ de la sociedad. Ninguno de los dos vive sus mejores momentos en la actualidad.

Escribir en prensa exige, o debería hacerlo, depuración y pulimento. Lo he vuelto a comprobar cuando armaba el libro ‘Un violinista en el Titanic. Tribulacio­nes de un heterodoxo’ (Pregunta Ediciones), compilació­n de artículos para HERALDO y de piezas inéditas. Su última parte está dedicada a los dos Pepes, José Alcrudo y José Bermejo, que consiguier­on que este verso suelto pudiera completar una estrofa de vez en cuando. Por su edad, uno podía haber sido mi abuelo y otro, mi padre. Ambos me regalaron su amistad y su magisterio. Recordarlo así aligera la carga narcisista del autor que solo piensa en sí mismo cuando habla de su criatura.

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