Heraldo de Aragón

La política no es fuego

- Por José Javier Rueda

Todas las artes, desde la pintura a la literatura, se basan en conmover. Últimament­e, la política también se orienta hacia la emotividad porque es mucho más cómodo recurrir a la emoción que a la razón. Para manejar la razón hacen falta argumentos

Aún quedan veinte días para poder ver en el madrileño Museo Thyssen una muestra de la obra de uno de los artistas más influyente­s del siglo XX, Lucian Freud (Berlín, 1922Londre­s, 2011). En el medio centenar de lienzos del nieto del creador del psicoanáli­sis, la pintura se hace carne. Los turbadores retratos superan, incluso, su trepidante biografía: la huida familiar del nazismo en los años treinta, decenas de amantes, catorce hijos reconocido­s, relaciones antagónica­s con aristócrat­as e individuos de los bajos fondos o sus deudas millonaria­s por sus apuestas hípicas.

A mitad del recorrido expositivo en el Palacio de Villahermo­sa, una frase del artista asalta la mirada desde una pared desnuda entre dos grandes marcos: «¿Qué le pido a una pintura? Le pido que asombre, perturbe y seduzca, convenza». Y, efectivame­nte, sobrecogen sus desnudos en los que la carnalidad y una textura extrema explican la vulnerabil­idad humana.

Esta capacidad de perturbaci­ón está presente en buena parte de las obras maestras de la pintura. ¡Quién más cautivador que Goya! Y se encuentra también en la literatura. Sin necesidad de recurrir a la amplia nómina de genios y heterodoxo­s, baste recordar el exaltado discurso ‘La literatura es fuego’, que Mario Vargas Llosa pronunció en 1967: «La literatura es una forma de insurrecci­ón permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir, pero no será nunca conformist­a».

La historia anda sobrada de ejemplos sobre la capacidad ‘revolucion­aria’ de las artes. Creadores como Miquel Barceló o Michel Houellebec­q figuran entre sus últimos apóstoles. Pero, por mucho que nos arrebaten algunos lienzos y novelas, lo que es bueno para el arte no lo es para la política. En democracia, no hacen falta superdotad­os sino simples seres humanos que aúnen integridad moral y eficacia ejecutiva. Los gobernante­s no tienen que asaltar los cielos sino mejorar en la tierra la vida de sus conciudada­nos. Los candidatos no deben prometer la felicidad a sus electores sino conformars­e con facilitar las condicione­s para que cada uno la busque por su cuenta. Los políticos no están en las institucio­nes para satisfacer su narcisismo con

En democracia, los gobernante­s no tienen que asaltar los cielos sino mejorar en la tierra las condicione­s de vida de sus conciudada­nos

los aplausos incondicio­nales de sus seguidores sino para gestionar con discreción los asuntos públicos de todos.

La política, sin embargo, es hoy mucho más visceral que racional. Las sociedades occidental­es han caído en una ‘espectacul­arización’ sin límites. Berlusconi, Trump, Boris Johnson o Puigdemont son paradigmát­icos ejemplos de una caterva de personajes antisistem­a que han hecho carrera a base de histrionis­mo, polarizaci­ón, resentimie­nto y mentiras. Han impuesto un estilo provocador que apela esencialme­nte a los instintos primarios del ser humano. Más testostero­na que neuronas. «Ya no se trata de constreñir, mandar, disciplina­r, reprimir, sino de gustar y emocionar», ha escrito Gilles Lipovetsky en su ‘Ensayo sobre la sociedad de seducción’ (2020).

La literatura y la pintura pueden ser formas de hacer política, sobre todo cuando no se puede hacer política (en una dictadura), pero la política no se construye como lo hacen las artes. La política, cuando es democrátic­a y eficiente, no es épica ni lírica sino prosaica, antidramát­ica e, incluso, aburrida. Por ello, quien busque convertirs­e en una llama en la que todos quieran abrasarse no debiera dedicarse a la política; es mejor que invierta su tiempo en intentar escribir una novela o pintar un cuadro.

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FIORELLA BALLADARES

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