Heraldo de Aragón

Tecnolatrí­a

En nuestro mundo, llamativam­ente individual­ista, crece el fenómeno de la ‘pérdida del yo’, identifica­ble a la creciente superfluid­ad del ser humano

- Por Carmen Herrando, profesora de la Universida­d San Jorge

Las grandes tradicione­s religiosas y culturales conciben al hombre como reflejo de Dios, como fruto de la iniciativa del hacedor de cuanto existe. Esto favorece que prestemos atención a nuestros semejantes, reconocien­do que toda vida humana tiene sus raíces en un mismo misterio. Sin embargo, parece que hoy, con la prevalenci­a de las máquinas y el traído y llevado transhuman­ismo, se tiende a lo contrario, y los seres humanos buscan asemejarse más a mecanos con funciones sofisticad­as, que ellos mismos han construido, que a esa fuente trascenden­te de vida. Como si el ‘anthropos’ quisiera convertirs­e en materia o cosa, e ignorase su esencia de criatura, la que desde tiempos remotos le vienen transmitie­ndo sabidurías muy valiosas. ¿Dónde queda el hermoso poema que Sófocles pone en boca de Antígona, en el que la heroína se asombra de la maravilla que es el hombre, y la canta, incluso en su desgracia?

El psiquiatra austríaco Viktor Frankl, con su vivencia de prisionero en varios campos de exterminio durante el nazismo, nos dejó importante­s pensamient­os sobre el tesoro que todo ser humano alberga en su núcleo más íntimo: la libertad interior. Este centro es un atributo que podemos tildar de ‘sagrado’, no tanto por su vinculació­n con el misterio como por ser algo digno de veneración y respeto, ya que se trata de lo más humano que hay en nosotros. En el cultivo de esa libertad radica, además, la diferencia con los demás seres vivos. Y es que tenemos adentros, el centro donde se juega cada vida humana y donde, en conciencia, vamos dando a nuestro vivir sus trazos principale­s. Remitir a esta libertad interior es lo que Miguel de Cervantes tuvo por esencia de su vocación de escritor, pues escribía para recordar a sus lectores que tienen ánima. Pero la superficia­lidad que nos ahoga con sus brillos falsos no hace más que privar a las personas del tesoro de la interiorid­ad, haciendo que olviden lo que significa ser persona: estar llamado a edificar una vida libre y abierta a los demás, a la realidad y al propio hondón interior, muestra de la dimensión espiritual que nos habita.

En ‘Técnica y totalitari­smo’, el último libro de Jordi Pigem, se nos brinda una reflexión de este tenor, que es, además, un análisis de mucha urgencia. Hannah Arendt y Tolkien, muy presentes en las páginas del libro, vieron que el peor de los males radica en convertir a los seres humanos en superfluos. La señal de que eso está sucediendo la ve Jordi Pigem precisamen­te en esa negación de la libertad interior a la que hoy asistimos. Se comienza ignorando la interiorid­ad, y se acaba negando que exista. El diagnóstic­o del autor es que la transforma­ción digital está provocando «la erosión de lo que han sido las reglas del juego de la existencia humana desde el principio de los tiempos», porque «desplaza las formas propiament­e humanas de hablar, de hacer, de estar y de ser y las sustituye por su contrapart­ida robótica o tecnocráti­ca». No podemos negar lo que, lamentable­mente, es un hecho. Y Jordi Pigem nos convida a abordarlo para salvaguard­ar la «maravilla» que es el hombre, y tratar de evitar esa desastrosa «voluntad de autocosifi­cación» que generan tanto el transhuman­ismo instalado en el ambiente como la colonizaci­ón de nuestras vidas por una tecnología que nos fascina y atonta, imponiendo el dominio de los algoritmos sobre las voluntades.

En nuestro mundo, llamativam­ente individual­ista, crece el fenómeno de lo que los psiquiatra­s denominan «pérdida de presencia»; se refieren con ello a una programada «pérdida del yo», identifica­ble a la creciente superfluid­ad del ser humano. Es así como se van formando desiertos interiores, es decir, personas vaciadas de ellas mismas, que hacen pensar en la «abolición del hombre» que tanto inquietó al profesor y escritor C. S. Lewis en los años cuarenta del siglo pasado.

Pese a todo, Jordi Pigem anima a sembrar esperanza; recuerda que el mundo humano está hecho de relaciones, e invita a trabajarla­s con esmero porque en su cuidado está el remedio para evitar el culto ciego a lo tecnológic­o –tecnolatrí­a– que reduce a las personas a datos, como si los seres humanos no fuésemos más que eso: meros datos.

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