Los refugiados ucranianos, entre echar raíces o volver pese a la guerra
Alas puertas de que se cumplan dos años de la invasión de Ucrania por Rusia, una parte de los desplazados que llegaron a Aragón han regresado a su país o se han reubicado por España y Europa. Otros se han asentado gracias a los estudios y al trabajo que, junto a la búsqueda de vivienda, son, pese a la abrumadora solidaridad inicial, sus principales obstáculos. Una problemática que comparten con los refugiados llegados de otros países.
«Calculo que a estas alturas cerca de la mitad de mis compatriotas han regresado a Ucrania. Algunos no a sus hogares, destruidos o situados en zonas de intensos combates, pero sí a otras partes del país», opina Alina Klochko, presidenta de la Asociación de Ucranianos Residentes en Aragón (AURA). Muchas mujeres que dejaron allí maridos, parejas e hijos luchando se sentían «psicológicamente mal porque ellas estaban seguras y podían hacer una vida normal». Otras familias con niños decidieron que siguieron sus estudios a distancia en ucraniano y «no terminaron de adaptarse».
Para el 24 de febrero el colectivo prepara marchas y actos de solidaridad. El Consejo Europeo ha prolongado el estatus de protección temporal para los refugiados ucranianos, que les permite contar con un tiempo de récord con permiso de trabajo y de residencia, hasta el 4 de marzo de 2025.
Julia Ortega, responsable de Accem en Aragón, opina que la intregración laboral ha sido «alta» gracias a un «mercado laboral y receptivo» especialmente en los primeros meses y que aún hoy «mantiene esa sensibilidad».
Es difícil saber con exactitud cuántos ciudadanos ucranianos residen actualmente en la Comunidad. Las entidades sociales como Accem, Cruz Roja, Cepaim, YMCA e Hijas de la Caridad, entre otras, atienden a cerca de 400 en el programa de refugiados dependiente del Ministerio de Interior, pero son muchos más los que llevan una vida independiente.
Valeria Yusupova: «Solo me planteo regresar de vacaciones, mi casa ahora está aquí»
A sus 29 años Valeria Yusopova ha huido ya dos veces de la guerra. De su pueblo natal, Lugansk, fronterizo con Rusia, se fue a Kiev cuando estalló el conflicto del Donbás y se convirtió en territorio ocupado. Una estancia de unas semanas se convirtió en ocho años para volver a huir de los bombardeos en marzo de 2022 y buscar refugio en la casa de su tía ya asentada desde hace tiempo en Zaragoza, donde pasó unas vacaciones en 2019.
Tiene formación como trabajadora social, aunque en la capital ucraniana trabajaba en una tienda de moda, y desde hace medio año está contratada en la empresa Patner Iberia. Durante seis meses percibió la ayuda de 400 euros mensuales que concedía el Gobierno de España. Ahora su «sueño» es acceder a una vivienda de alquiler. «Los precios son muy ca
Tras dos años de conflicto, el desgaste emocional pasa factura aunque algunos han rehecho sus vidas en Aragón. Su inserción laboral es alta, pero aún así el trabajo y la vivienda son sus principales problemas ros y, además, hay algunos pisos que he ido a ver, me interesaban y ni siquiera me han llamado después», se lamenta.
Hoy reconoce que tiene «miedo» incluso de salir de España porque quiere llevar tres años residiendo en el país y poder así conseguir el permiso de residencia. Será entonces cuando se plantee regresar «pero solo de vacaciones, mi casa ahora está aquí». «Quiero seguir formándome, terminar de aprender bien el español y recuperar el inglés», añade.
El baloncesto le ha ayudado a hacer amigos y juega en el equipo femenino del Club Baloncesto Imperial. Su familia los tiene cerca, su madre, su actual pareja y su hermana pequeña de 11 años están en el programa de refugiados de Cruz Roja. «Mi abuela llegó en noviembre, antes de navidades, pero no acaba de habituarse y solo piensa en volver, com o les ocurre a otras personas de su edad», concluye. El final del conflicto pasa para ella por la victoria ucraniana, «en mi cabeza no cabe otra cosa», aunque teme la falta de apoyo europeo.
Nadiia Krapchun: «Mi vida en San Petersburgo era perfecta y tuve que empezar de cero» Nadiia Krapchun llevaba una vida normal. Bajo la patina de casi dos años de guerra, la considera ahora algo más: «Era perfecta». A sus 29 años, esta joven, natural de Skyby, en la región de Volinia, situada a poco más de 30 kilómetros de la frontera polaca, vivía, desde hacía siete años, en San Petersburgo y trabajaba como peluquera, con cierto reconocimiento tras ganar un concurso en Moscú.
Una semana después del inicio del conflicto, tuvo claro que su sitio ya no estaba allí: «Tengo la lengua muy larga y no me callo. Si no te gusta Putin, puedes tener problemas y eso te da miedo».
No le llegaron ni a detener ni a interrogar, pero vio como a su alrededor la gente se marchaba, incluidos. Transcurrido un mes, dejó su trabajo y salió de Rusia dejando atrás a su pareja y a sus amistades. Pasó primero a Finlandia, para conseguir un visado, y de allí a Canadá, pero el país norteamericano no le convenció. Por eso en agosto de 2023 aterrizó en Madrid y contactó con Accem. Entró en el programa de protección internacional de la entidad, pasando la primera fase en el centro de Burbáguena. Desde hace seis meses se encuentra en Calatayud, también bajo el paraguas de la misma ONG y trabaja a media jornada en una peluquería.
Asume que su estancia en Calatayud, donde comparte piso con otras dos personas, es temporal, para acabar el B1 de español. En Ucrania aún están su madre y su hermano: «No sabes lo que va a pasar. Me gustaría poder volver algún día para verlos, pero mi futuro cercano lo veo en España. Porque en Ucrania todo está roto, la política, la economía…».
Vladislav Achkasov: «Echo de menos Ucrania, pero ahora trabajo y vivo aquí sin temor» Vladislav Achkasov forma parte del grupo de 200 ucranianos que llegaron a Andorra a través de Forestalia y de los que 110 permanecen alojados y en proceso de adaptación. La mayor parte son mujeres, aunque también hay una docena de hombres que tienen en la falta de transporte su principal problema para emplearse.
Achakasov, de 30 años y oriundo de la región de Donetsk, ha encontrado un empleo en la construcción en una obra en la propia villa minera. «Mis compañeros me ayudan con el idioma. Estoy muy agradecido», dice. Reside en la villa minera con su mujer y con sus suegros. «Echo de menos Ucrania, pero ahora trabajo y vivo aquí sin temor», reconoce.
Tiene menos suerte Oleksandr Vikhrenko, un hombre de 50 años nacido en Mariupol. «Mi ciudad no existe, está arrasada, no queda nada», cuenta con tristeza. Durante los primeros meses de la guerra, el sótano de su casa en esa ciudad se convirtió en hospital de campaña improvisado. «Allí ayudamos a nacer a 20 niños en mitad de los bombardeos», recuerda. Ahora le urge «encontrar un empleo”, pero el inconveniente del transporte, la gran mayoría no tienen un coche propio para desplazarse, y la movilidad les afecta. Esperan las inversiones vinculadas a las energías renovables en la zona. Mientras tanto, tratan de compartir vehículos todo lo posible para llevar a donde lo necesitan a los que consiguen un contrato.