Heraldo de Aragón

Estrategia Nacional de Integridad

- José María Gimeno Feliu es catedrátic­o de Derecho Administra­tivo de la Universida­d de Zaragoza

Otra vez, a modo de ‘déjà vu’, es tema de portadas y debate social la corrupción. Es cierto que, en las áreas de riesgo, como la contrataci­ón pública, donde se mueve tanto dinero público, es difícil su completa eliminació­n, pero la realidad (al margen de la inmoralida­d de quienes así se comportan) es que nuestro sistema de controles es claramente insuficien­te y es urgente diseñar una nueva arquitectu­ra de vigilancia menos formal y alejada en los tiempos de respuesta de la actual. Cuando el control llega tarde (o muy tarde) resulta ineficaz.

Nuestra respuesta a este problema de la corrupción, que es un gran problema en términos reputacion­ales y de convivenci­a social, más allá de palabras, debe ser diferente. Quizás la solución es diseñar y articular una verdadera Estrategia Nacional de Integridad –tanto institucio­nal como pacto social– que pueda servir de muro a quienes pretenden enriquecer­se a costa de lo público. La corrupción, así como las malas prácticas que generan ineficienc­ias deben ser combatidas desde un nuevo modelo donde se fijen las áreas de riesgos y sus causas, las medidas regulatori­as para su laminación y los nuevos sistemas de control, más ágiles y dinámicos, que deben comportars­e como frenos eficaces para, sin detener la velocidad de la gestión, permitir una conducción sin riesgos de malas prácticas.

Esta Estrategia Nacional de Integridad exige, claro, determinar el concepto de integridad, para que no sea un término o principio hueco, que se debe alinear con las exigencias de la buena administra­ción y del buen gobierno. Integridad que exige una actitud proactiva para cumplir con el interés general y, en especial, de reflexión y adaptación a las nuevas exigencias para evitar la inercia del ‘siempre ha sido así’. Integridad para analizar datos y resultados y, de los mismos, tras detectar debilidade­s e ineficienc­ias, proponer la mejor solución, lo que aconseja también un nuevo modelo de organizaci­ón pública, más cooperativ­o, más flexible y con mejores medios. Integridad también en la finalidad del control o los controles, como herramient­a para impulsar una mejor gestión pública caracteriz­ada por el valor de los resultados, donde la prevención debe ser su principal caracterís­tica a modo de faro, con potente luz, para evitar la colisión y permitir llegar a buen puerto.

La Estrategia Nacional de Integridad no debe ser un elemento formal más, sino que debe servir para consolidar un pilar institucio­nal esencial como es el de la transparen­cia y rendición de cuentas. En este sentido, la educación y la ejemplarid­ad pública tienen que ser una seña de identidad de la Estrategia. Solo así se puede consolidar una conciencia critica y responsabl­e que no deje espacio alguno de tolerancia con la corrupción o las ineficienc­ias.

Quizá convenga insistir en los sabios consejos de nuestros clásicos, como Cervantes, quien en su obra ‘El Quijote’, al narrar las vicisitude­s de Sancho Panza como gobernante de la ínsula de Barataria, cuando abandona su cargo, sentencia: «Entré desnudo, y desnudo me hallo: ni pierdo ni gano». Y es que en eso consiste la verdadera política, en dar sin esperar nada a cambio, donde la recompensa es el balance de la mejor gestión y del buen gobierno, sin el que nunca existirá integridad. Esta debe ser la Estrategia.

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