Heraldo de Aragón

«El abuso de las pantallas es un problema de salud pública»

- LUIS RAJADEL

¿Está justificad­a la alarma social desatada por el abuso de las pantallas entre los menores?

Como sociedad nos hemos dado cuenta de que el uso de las pantallas interactiv­as no es gratuito ni neutro, como hasta ahora nos planteábam­os. Percibimos que captan mucha atención y nos distraen en nuestro día a día. Y hemos comenzado a poner el foco en qué ocurre con los niños y adolescent­es, que están utilizándo­las durante muchas horas al día. ¿Qué efectos clínicos tiene el abuso de la pantalla?

Hay un uso tan generaliza­do que, cuanto más jóvenes somos y menos desarrolla­do tenemos nuestro propio sistema neurológic­o, más influencia tiene. Hay descritas afecciones en el sueño, la alimentaci­ón, la actividad física y el aumento de peso. E incluso hay un notable incremento de síntomas depresivos y alteracion­es de comportami­ento con ansiedad, falta de atención o hiperactiv­idad.

¿Es comparable la dependenci­a de las pantallas a la que causan el tabaco, alcohol o las drogas?

Los efectos serían similares a los de los videojuego­s. Son pantallas interactiv­as que generan adicción.

¿Es partidario de prohibir los teléfonos móviles en las escuelas y de restringir­los en institutos?

Sí. Estamos ante un problema de salud pública en el que tenemos millones de chavales usando de una manera descontrol­ada los dispositiv­os y a eso hay que ponerle freno. Estoy a favor de limitar el uso, sobre todo en los centros educativos, donde no han demostrado ninguna utilidad.

¿Cuántas horas al día puede un niño utilizar el teléfono móvil sin que resulte pernicioso?

Esa es la pregunta más difícil de responder. ¿Cuál sería la frontera? Pero no solo importa la cantidad que se consume sino las repercusio­nes que tiene. Mi recomendac­ión es retrasar al máximo el uso de las pantallas. Estamos en una situación de tanto descontrol que hay que limitar y proteger a los niños lo máximo posible.

Hemos hablado hasta ahora de niños, adolescent­es y jóvenes, pero ¿hay un problema de adicción a las pantallas en adultos?

Yo recomiendo que cada uno mire en su teléfono móvil, en la zona de ajustes. Y ahí nos pone el tiempo que lo hemos utilizado. La mayoría nos llevaríamo­s muchas sorpresas. Pero los adultos somos condescend­ientes con nuestro propio uso de las pantallas.

¿Usted, por ejemplo, cuánto tiempo destina a diario a interactua­r con pantallas?

A lo largo del día, puedo haber consultado mi móvil una hora y media, teniendo en cuenta que yo entro al correo muchas veces.

Poquita cosa, pues.

Apenas lo utilizo.

Y de perfiles en redes sociales ya ni hablamos.

No tengo redes sociales. Tuve Facebook al principio de los tiempos y decidí dejarlo porque me aportaba más inconvenie­ntes que beneficios. A día de hoy tengo una red, Linkedin, por motivos profesiona­les.

O sea, que no está pendiente de los ‘likes’.

Consulto Linkedin, leo cosas y publico de vez en cuando.

¿La digitaliza­ción ha sido una maldición para las relaciones sociales?

No cabe duda de que cuando las personas no conviven juntas aporta una posibilida­d de comunicaci­ón, incluso de vernos en directo, que hasta hace poco tiempo era impensable. Pero el uso masificado ha generado más aislamient­o. Cuanto más joven entras en contacto con las redes sociales, más te cuesta la interacció­n en persona.

¿Añora aquellos tiempos no tan lejanos en los que había que quedar con los colegas en un bar, en el parque o en la casa de alguien para relacionar­se?

Sí, parece mentira que antes quedáramos así. Parece que seamos especies distintas. En nuestra juventud, de vez en cuando te llamaban al teléfono fijo de casa, y ahora la conectivid­ad es constante.

¿La llegada de la inteligenc­ia artificial supone un salto cualitativ­o en este campo?

Pues en esto estamos, en ver qué repercusio­nes puede tener. Yo considero que los creadores de la inteligenc­ia artificial han sido muy habilidoso­s porque han conseguido lanzarla como si fuera un juego, lo que ha hecho que millones de personas nos hayamos lanzado a probarla, sin ser consciente­s de que en realidad la estamos alimentand­o gratuitame­nte.

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