Historia de Iberia Vieja Monográfico
Alfonso I 'el Batallador' Rey de los templarios
El testamento de un guerrero medieval
A MENUDO, la última voluntad de un hombre es una losa para quienes lo sobreviven. Cuando el testador responder al nombre de Alfonso I (1073-1134), rey de Aragón y Navarra, esa losa adquiere dimensiones colosales. El conquistador de Zaragoza dejó escrito su testamento en octubre de 1131 a favor, entre otros, de la orden militar del Temple. Todavía hoy, los motivos de Alfonso I para darles a los templarios parte de su reino no están claras…
Alfonso I reinó en Aragón y Navarra entre 1104 y 1134, año de su muerte. Su figura no parecía destinada a grandes gestas. Durante el primer lustro de su reinado, se limitó a proseguir la labor de sus antecesores Sancho Ramírez –su padre– y Pedro I –su hermanastro–, en el frágil tapiz de un reino que asistía a la desmembración de la dinastía taifa yemení de los Banu-Hud, a la pujanza de los señores de Urgel y los condes de Toulouse, y a la fortaleza inapelable de Castilla, cuyo rey, Alfonso VI, dispuso la boda de su heredera Urraca con nuestro Alfonso.
La obra de ingeniería política tramada por el castellano, reverso del Cid Campeador en el Poema y en la vida real, no pudo ser, pese a sus altas miras, más desafortunada. Urraca y Alfonso contrajeron matrimonio en septiembre de 1109 y desde esa fecha se enzarzaron en una lucha sin cuartel por los derechos patrimoniales de Castilla. La orden de Cluny y la nobleza borgoñona apoyaban a Urraca (no hay que olvidar que la reina se había casado con Raimundo de Borgoña en 1090, fallecido en 1107, y que de ese enlace nació Alfonso Raimúndez, el futuro Alfonso VII el Emperador), en tanto que la burguesía de las ciudades fiaba sus cartas al Batallador.
Sea como fuere, la alianza en el lecho de los reinos hispano-cristianos acabó como el rosario de la aurora, con guerras civiles, pactos violados y repudios que empantanaron a Alfonso I en las aguas castellanas y le hicieron descuidar otros designios más ambiciosos y harto más urgentes.
Urraca y Alfonso contrajeron matrimonio en septiembre de 1109 y desde esa fecha se enzarzaron en una lucha sin cuartel por los derechos de Castilla
Y es que mientras las familias más linajudas de Castilla deshojaban la margarita del poder, manejando al infante Alfonso Raimúndez como a una marioneta, en Aragón los BanuHud sucumbían al impulso de los almorávides, una dinastía beréber que en 1110 tomó Zaragoza y amenazó Barcelona cuatro años más tarde.
Poco a poco, el conflicto con Urraca se fue serenando –si bien Castilla fue siempre una china en el calzado del rey–, lo que permitió que el Batallador volviera los ojos al Valle del Ebro para emprender batalla contra los insaciables almorávides.
Fundada por dos hermanos de la tribu lamtuna, predecesora de los tuareg, esta dinastía se expandió tras el paréntesis abierto por los taifas del siglo XI y fue devorada por los almohades en la segunda mitad del XII. Capaces de poner contra las cuerdas al mismísimo suegro de Alfonso I en Sagrajas (1086), los “habitantes de las rábidas” –que no otra cosa significa almorávi- des– presumían de contar sus batallas por victorias hasta que, en el horizonte, se perfiló la figura regia del aragonés.
ADALID DE LA RECONQUISTA
Durante cerca de dos décadas, entre 1118 y su muerte, Alfonso I hizo honor al sobrenombre que le brindaría la Historia: el Batallador. La Crónica de San Juan de la Peña (escrita a iniciativa de Pedro IV el Ceremonioso –s. XIV) no escatimaba elogios a su persona: “Clamábanlo don Alfonso batallador porque en Espayna no ovo tan buen cavallero que veynte nueve batallas vençió”.
¿Quién sino él pudo recuperar Zaragoza en 1118, y tomar en sucesivas campañas Tudela, Tarazona, Calatayud y Daroca? ¿O trazar el golpe maestro de Cutanda, por el que las tropas aragonesas derrotaron a las fuerzas musulmanas que, desde Valencia, se aprestaban de nuevo hacia la anhelada Zaragoza? ¿Y quién pudo discurrir, en una fecha tan temprana como 1125, una expedición tan osada como la que llevó a sus huestes a Valencia, Murcia y Andalucía?
Las hazañas del imperator –título al que renunciaría en 1127, por el pacto de Tamara– fueron tantas, que su sola mención serviría para dar forma y fin a este artículo. Fueron treinta años de reinado, con sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus errores, su coraje y sus vacilaciones, que concluyeron cuando, en 1134, sufrió la mayor derrota de su carrera
de armas, en Fraga. El 17 de julio de 1134, un contraataque almorávide destruyó al valeroso ejército del rey, quien, pese a sobrevivir a la catástrofe, sufrió graves heridas que pusieron fin a sus días el 7 de septiembre de ese mismo año, en una pequeña aldea entre Sariñena y Grañén. Tenía sesenta y un años.
UN TESTAMENTO SORPRENDENTE Aún falta por escribirse el libro que resuelva, de una vez y para siempre, por qué el rey aragonés dictó un testamento tan inextricable como aquel que vio la luz en Bayona en octubre de 1131 y que fue ratificado en Sariñena el 4 de septiembre de 1134, tan solo tres días antes de su muerte.
Aunque el lector puede disfrutar aquí de su texto, le remitimos a esta cita para forjarse una idea cabal de su contenido: “Asimismo para después de mi muerte, dejo por mi heredero y sucesor al Sepulcro del Señor, que está en Jerusalén y a los que guardan y lo conservan, y allí mismo sirven a Dios. Y al Hospital de los pobres que hay en Jerusalén; y al templo del Señor con los caballeros que allí vigilan para defender el nombre de la cristiandad”.
“Tres instituciones orientales” –como apuntara Gonzalo Martínez Díez en su indispensable Los templarios en los reinos de España (Planeta, 2001)– se repartirían, en definitiva, las tierras de un reino que se había beneficiado para su expansión de la debilidad de los taifas, primero, y de los almorávides en las zonas de Levante y Andalucía, después.
Si el desaire del rey hacia sus vasallos, los nobles aragoneses y navarros, resulta cuando menos sorprendente (y justifica en parte su ulterior desobediencia), más insólito nos parece el crédito que el Batallador depositó sobre unas instituciones todavía bisoñas, sin experiencia, que empezaban a florecer en el escenario de las Cruzadas. Porque, repetimos, el primer testamento de Alfonso I está fechado en 1131…, y la fundación de la Orden del Temple tuvo lugar en torno a 1120, ¡solo once años antes!
Alfonso I el Batallador ingresó por méritos propios en esa particular mitología de la Reconquista, un selecto y refinado club hecho de arrojo y leyenda a partes iguales
Pero hay más. La llegada del Temple a Europa, a través del pionero Hugo de Payns, no se produjo hasta 1127 y no fue sino en 1129 cuando el concilio de Troyes confirió legitimidad al cuerpo de los monjes-soldados. Por último, y para zanjar la cuestión de la cronología, el Temple irrumpió en la península Ibérica a través de Portugal, cuando la reina Teresa concedió al templario Raimundo Bernardo un castillo en Braga: corría el año 1128. A su vez, el conde de Barcelona Ramón Berenguer III profesaba como templario el 14 de julio de 1131, solo tres meses antes de que Alfonso registrara sus últimas voluntades en Bayona. EL TEMPLE Y LA CORONA DE ARAGÓN ¿Cómo se explica la rápida aceptación del Temple, y por extensión de otras órdenes de carácter religioso-militar, en la convulsa península Ibérica del siglo XII? El ejemplo de Ramón Berenguer III que acabamos de citar confirmaría que Alfonso I no fue una excepción a la regla y, de hecho, menudean otros personajes de menor talla política que nos informan de esa “moda” testamentaria: el mismo año en que Alfonso dictó su testamento, Gaston IV de Bearne, un vizconde francés a quien el rey había honrado nombrándolo señor de Zaragoza, murió en batalla y también legó sus posesiones al Temple.
El historiador y sacerdote Francisco de Moxó y Montoliú resolvió esa fascinación de las elites aragonesas por el Temple en un magnífico trabajo: Los templarios en la Corona de Aragón (1990). “Las múltiples relaciones ultrapirenaicas de Aragón y Cataluña en los momentos aurorales del Temple, coincidentes con la expansión del Císter –sugiere de Moxó– son decisivas al tratar de explicar la pronta implantación de la Orden en aquellos territorios”. El que fuera académico numerario de la Matritense de Heráldica y Genealogía analizaba la presencia entre las tropas de Alfonso I de Aragón de varios caballeros franceses que habían combatido en Jerusalén durante la Primera Cruzada (1095), como Rotrou III du Perche, sobrino de su madre. Mencio-
El primer testamento de Alfonso I está fechado en 1131…, y la fundación de la Orden del Temple tuvo lugar en torno a 1120, ¡solo once años antes!
naba, asimismo y como otra posible influencia, a Esteban, obispo de Jaca y Huesca y maestro de Alfonso en su niñez, que reclutó en Francia a varios caballeros para la campaña que culminaría con la toma de Zaragoza en 1118. El mismo Esteban llegó a Tierra Santa en 1105 y allí pudo coincidir con Hugo de Champagne, de quien Hugo de Payns, futuro fundador de la Orden Templaria, era vasallo.
La Corona de Aragón fue, pues, mucho más permeable a las corrientes que, más allá de los Pirineos, preconizaban el sostenimiento de la nueva milicia de Cristo. Hugo de Payns, señor de Montigny-Lagesse, era un miembro de la nobleza de Champagne, mientras que Bernardo de Claraval, fundador y primer abad de Clairvaux, defensor a ultranza de Hugo de Payns y probable redactor de los estatutos del Temple, había nacido cerca de Dijon y era una de las voces más autorizadas de la Iglesia de su tiempo.
Los fundadores y valedores del Temple pertenecían a una poderosa casta, bien relacionada con las figuras más preeminentes de su época.
Pero, junto a esos motivos, cabría apuntar otras razones más prosaicas. De acuerdo con varios autores (Lourie/Moxó), Alfonso I pudo testar en favor de estas órdenes por una mera cuestión de estrategia: solo unos meses antes, Ramón Berenguer III, tal como hemos visto, había profesado como templario. El hecho de que Alfonso VII, hijo del primer matrimonio de Urraca y acérrimo enemigo suyo como lo había sido su madre, se casara en 1128 con la hija del conde de Barcelona pudo inspirar a Alfonso I el proyecto de ese testamento, mediante el cual pretendería garantizarse una suerte de protección militar y el apoyo de la Iglesia frente a las ambiciones de su hijastro, a quien no faltaban partidarios en el seno de esas órdenes y que mantenía una notable afinidad con los caballeros franceses.
CISMA EN LA CORONA Fuera por convicción o por cálculo político, el testamento de Alfonso I el Batallador conmocionó a sus vasallos, que lo consideraron inaceptable y acordaron nombrar a un sucesor de su cuerda; ya que el rey había muerto sin descendencia.
El argumento que esgrimieron para justificar su insubordinación
Alfonso I no fue una excepción a la regla y, de hecho, menudean otros personajes de menor talla política que nos informan de esa “moda” testamentaria
Los fundadores y valedores del Temple pertenecían a una poderosa casta, bien relacionada con las figuras más preeminentes de su época
fue que, de acuerdo con la tradición aragonesa, el rey solo podía disponer a su antojo de las tierras que hubiera ganado por su propia mano, mientras que aquellas que hubiese heredado de sus antepasados –la mayoría, en este caso–, engrosarían los bienes del familiar más cercano.
Siguiendo esa costumbre, el favorito era su hermano Ramiro, que había profesado como monje y acababa de ser designado obispo de Roda. Con el apoyo de la nobleza aragonesa, que hizo caso omiso a los antecedentes monásticos de Ramiro, éste fue proclamado rey; si bien su autoridad no tardó en ser cuestionada por otros “candidatos”.
A su vez, los barones y nobles de Navarra designaron sucesor a García Ramírez el Restaurador, nieto, nada menos, que del Cid.
Si revisamos la evolución que siguieron Aragón y Navarra en los años posteriores, bien podremos concluir que Alfonso I les echó desde su tumba un “mal de ojo” por díscolos... En el caso de Ramiro II el Monje, pronto se ganó la enemistad de la Santa Sede, precisamente por haber menospreciado a los herederos de la Corona según el testamento regio. En junio de 1535, el papa Ino- cencio II instó a los príncipes de los distintos reinos a que se cumpliera el testamento del Batallador, pero su epístola cayó en saco roto.
Por su parte, García Ramírez, que había sido proclamado rey en Navarra por sus acólitos, reconoció la supremacía de Ramiro II, pero lo traicionó al prestar vasallaje a Alfonso VII. Éste, tras apoderarse del Regnum Caesaraugustanum o reino de Zaragoza, se lo cedió a García Ramírez para ganarse su apoyo, ante la conformidad de la mayoría de los condes languedocianos, ligados a Alfonso por una relación de vasallaje.
Si nos atenemos a la leyenda, Ramiro II, ante las presiones de Alfonso VII y vista la falta de respaldo de sus propios nobles, huyó a Ribagorza y Cataluña y, una vez que “reconquistó” desde allí sus posesiones, mandó ejecutar a sus opositores y colgó sus cabezas de la campana de la catedral de Huesca…
LA SOLUCIÓN AL LITIGIO
¿Y qué decir ahora, en este punto, de los hospitalarios, los templarios y los caballeros del Santo Sepulcro que habían sido humillados y ofendidos por las maniobras de los nobles aragoneses y navarros? Pues que poco pudieron hacer en un primer momento para reivindicar lo que les pertenecía. Sin renunciar a sus derechos, aguardaron, pacientes, a que se presentara una solución favorable al contencioso. Afortunadamente, no tuvieron que esperar mucho. Las órdenes militares eran cada día más poderosas y el apoyo decidido de la Santa Sede hacía que ningún príncipe se atreviera a cuestionar su influencia.
La solución se fraguó por una serie de medidas llevadas a cabo por Ramiro II. De su matrimonio con Inés de Poitiers, hija de Guillermo IX, duque de Aquitania, nació Petronila, quien, con tan solo un año de vida, fue prometida a Ramón Berenguer IV, el conde de Barcelona. Tras un acuerdo con Ramiro II, el conde se hizo con las riendas de la Corona de Aragón con el título de príncipe, mientras que el monje siguió conservando los honores de rey aunque retirado ya de la vida pública.
Fue este Ramón Berenguer IV, el Santo, quien, en 1140, parlamentó con Raimundo, gran maestre de la Orden del Hospital y portavoz autorizado del Santo Sepulcro. El príncipe reconoció los derechos de ambas instituciones sobre dos tercios del reino de Aragón, que, con la conformidad de ambas órdenes, siguieron bajo la autoridad del princeps.
Los templarios, por supuesto, no se quedaron atrás. Negociaron por su cuenta con el conde de Barcelona y este les dio un poder cada vez mayor, que empezaría a forjar la leyenda de esta Orden de monjes soldados en la península Ibérica, la Orden a la que Alfonso I el Batallador entregó, en 1134, la Corona de Aragón.