Historia de Iberia Vieja Monográfico
La herencia del emperador
EN LAS ABDICACIONES DE BRUSELAS (1555-1556), Carlos I repartió el peso de su herencia: dejó el gobierno imperial a su hermano, el rey Fernando I de Habsburgo, que en realidad había gobernado allí desde 1553, y la corona de España y las Indias a su hijo Felipe II.
El 25 de octubre de 1555, ante los estados generales de Bruselas, y después de rememorar su trayectoria vital en un discurso que provocó sus lágrimas y las de su audiencia, Carlos V renunció en favor de Felipe a la soberanía de los Países Bajos. Tres meses después, entregó a su secretario los documentos de renuncia y abdicación de todos sus dominios españoles, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo.
Las abdicaciones se detallan en tres documentos. En el primero renunciaba a la Corona de Castilla y Aragón, junto con el reino de Navarra y Las Indias. En el segundo, a la de Aragón-Cataluña, con el reino de Cerdeña, y en el tercero hacía lo propio con la Corona de Sicilia. Ya para entonces el reino de Nápoles y el ducado de Milán estaban en manos de Felipe; pues se los había entregado cuando éste contrajo nupcias con María Tudor.
Después de esto, en agosto de 1556, emprendió la marcha desde Bruselas. Su viaje no fue apresurado, ya las prisas no mandaban en él. Duró 205 días, de los cuales 50 fueron de travesía, haciendo parada en Gante, su ciudad natal, y atravesando luego el Canal de la Mancha. El 28 de septiembre arribó a las costas de Laredo, pero aún le quedaba un largo viaje por tierra antes de llegar a Yuste el 3 de febrero de 1557.
Así, el gran Carlos V, el orgulloso y temido emperador, vio acercarse el día de su muerte entregado a la contemplación y degustando hasta el exceso los manjares y bebidas más apetecibles, para disgusto de sus médicos; recibiendo casi a diario la visita de su hijo Jeromín (Juan de Austria), a quien reconoció en su testamento como nacido de su relación con Bárbara Blomberg tras morir su esposa, y manteniendo escasas relaciones con los que llamaba “los monjes de al lado”. Como el guerrero viejo que era, se retiró oficialmente para morir, aunque continuó aconsejando y ayudando a su hijo.
Cuando terminó la obra del monasterio de El Escorial, su hijo Felipe II mandó trasladar allí los restos mortales del emperador, donde reposan en la actualidad. Pero el recuerdo de sus últimos días se quedó entre los muros de Yuste…