BAAL Y ASTARTÉ: LOS DIOSES DEL CARAMBOLO
En las fases de excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en el Carambolo el equipo multidicisplinar de expertos logró reconstruir las etapas de vida y religiosidad del enclave. Las diferentes construcciones halladas en el Carambolo han desvelado que los fenicios levantaron en esta cornisa oriental del Aljarafe un santuario a la diosa Astarté y Baal. Las plantas de los edificios exhumados, su orientación, instalaciones y objetos recuperados obedecen para los expertos, a las complejas funciones que se desarrollaban en estos santuarios según modelos característicos de la arquitectura del Próximo Oriente. En el Yacimiento del Carambolo se han constatado espacios para la práctica del sacrificio y la preparación de ofrendas, así como dos lugares de culto con sus correspondientes altares. Y es que en los santuarios fenicios la divinidad moraba de manera física en una estancia cerrada, la denominada casa de la divinidad. Habitáculo en el que en ocasiones la deidad se personificaba mediante la combustión de esencias en pebeteros o timiateros y en cuyo patio se celebraban los sacrificios rituales de animales, cuyos grasas eran quemadas y servían como alimento para los dioses. Cuando lo fenicios instalan sus colonias en la Península traen los cultos a la diosa Astarté, patrona de la navegación y al Señor, el dios Baal –nombre genérico para el Dios de los cananeos, también llamado Melkart en Tiro y sus colonias o Reshef en la ciudad chipriota de Kiton o Esmún de Sidón–, identificado como el Sol y posteriormente con la ya mítica y divinizada figura del toro. Con el culto a Baal llegó por primera vez a Occidente la creencia en un dios salvador que muere y resucita.
Debido a su homogeneidad técnica y decorativa, lo
llevaría una sola persona de alto rango, tal vez un sacerdote o un rey
datar en fechas absolutas en torno al 15001100 a.c., hasta la época colonial”.
Mientras la polémica académica sigue abierta, de lo que no hay duda es de su existencia como un imperio comercial con fenicios desde el segundo milenio a.c. que llega a su fin con la caída de Tiro a manos asirias en el 700 a.c., momento en el que Tartessos emprende su relación comercial con los griegos tras las expediciones focenses. Un pueblo que parece alcanzar su momento de mayor esplendor alrededor entre el 700 y el 500 a.c. Una civilización ubicada al suroeste de la península Ibérica, desde Huelva hasta Cartagena y la desembocadura del río Tajo, compuesta por un grupo de jefaturas organizadas políticamente entorno a la industria mineralógica. Cuya capital, si es que la tuviera, siempre se ha situado por los expertos entre Cádiz y Huelva, más concretamente en las marismas del río Guadalquivir, allá por el Coto de Doñana. Una cultura tan avanzada que se asoció. primero a los fenicios haciendo que éstos no siguieran su colonización, y posteriormente con los griegos. Un misterioso pueblo que albergaba avanzados conocimientos y jerarquía social, de la que desconocemos aún si sucedió a las culturas megalíticas y argáricas que florecieron en las comarcas metalíferas o si por el contrario es el resultado de la mezcla entre colonizadores -los pueblos del mar, más concretamente fenicios, griegos micénicos, mastienos, tirrenos e indígenas-, que despareció sin dejar rastro –no sabemos si destruidos por los fenicios, controlando absolutamente todo el comercio y la industria y convirtiéndolos en simples campesinos y obreros– o por una decadencia general y gradual producida por la caída del comercio tras la caída de Tiro y en cuya enigmática escritura –de la que tenemos claros ejemplos en las estelas de Villamanrique o Fonte Velha– encontremos desvelados sus secretos cuando sea descifrada. No en vano, ya dejó escrito Estrabón que los íberos turdetanos, asentados en el valle del Guadalquivir, fueron los más cultos de los íberos ya que poseían una gramática y escritos de antigua memoria, poemas y leyes en verso que decían poseían seis mil años.
Hoy, la cultura tartésica, el considerado lejano Oeste de la Antigüedad, que simboliza una civilización de longevidad, riquezas agrícolas y minerales, avanzada tecnología y enigmática religiosidad que comenzó hace tres mil años y que se prolongó durante cuatro siglos, ha tomado una dimensión arqueológica e histórica que sigue evocando una ignota Edad de Oro y los tiempos del rey