LOS ANTECEDENTES DEL CRIMEN RITUAL
El primer caso registrado de homicidio ritual atribuido a los judíos en la Edad Media en un “libelo de sangre” tuvo lugar en Inglaterra, en el año 1144. En un bosque cerca de Norwich fue descubierto el cuerpo de un joven aprendiz, un tal Guillermo –William–, la víspera del Viernes Santo y pronto corrió el rumor de que éste había sido asesinado por judíos en una parodia ritual de la Pasión de Cristo. ¿Y quién había ordenado dicho crimen imperdonable? Pues nada menos que lo había orquestado, mucho tiempo antes, una conferencia de rabinos que se reunía en Narbona cada año. Aunque el caso no generó demasiadas muertes –el sheriff del lugar se encargó de proteger a los judíos–, surgió un culto local: la religión para visitar las reliquias de San Guillermo (William). Lo más terrible de todo ello es que aquellos macabros datos que ponían en el punto de mira a la comunidad hebrea habían sido aportados en su mayor parte por un judío renegado –converso– recién bautizado, Teobaldo de Cambridge, erigido en principal acusador en la causa. A partir de entonces numerosos casos de homicidio ritual se sucederían durante la edad oscura, el Renacimiento e incluso después. A las historias de asesinatos rituales se unían rumores milagreros sobre la transformación de hostias en carne viviente y prodigios varios que al clero medieval tanto le gustaba publicitar en su beneficio. Y así un largo etcétera: Alsacia en 1270, Oberwesel (Alemania) en 1286, Tirol en 1462… hasta que en 1491 tuvo lugar en España el caso que nos ocupa. Pero también hubo antecedentes en nuestro país. Célebre es el caso de Santo Dominguito de Val, de siete años, víctima de un asesinato ritual cometido por judíos de la aljama de Zaragoza el 31 de agosto. Y aquel inmediatamente anterior al de La Guardia, el caso del Santo Niño de Sepúlveda en Segovia, en 1468. En la Navidad de ese año, se extendió por la población, como la pólvora, el relato de que el rabino de los judíos del vecindario, un tal Salomón Picho, había secuestrado a un niño cristiano, lo había escondido en un zulo y allí lo había humillado e injuriado para acabar crucificándolo de forma similar a la que hemos visto. El obispo de Segovia, Juan Arias Dávila, dio la orden de prender a los implicados, quemando a 16 de ellos y arrastrando y ahorcando a otros tantos. Relatos todos ellos enmarcados en una tradición europea fuertemente antisemita cuya eclosión final tendría lugar en tiempos del Tercer Reich, cinco siglos después, y su delirante masacre de millones de seres inocentes.
Benito García afirmó que Yucé había golpeado al niño con una correa, le había tirado con ira de los
cabellos y se había burlado del cristianismo
García Franco le había extraído el corazón del pecho y le había puesto sal; Benito, Tazarte y su hermano Mosé le habían abofeteado y tirado de los cabellos; finalmente, Juan y García habían enterrado el cadáver en el valle y vuelto a la cueva para continuar con el hechizo. Al parecer, Yucé y su padre no habían hecho absolutamente nada, simplemente ser espectadores del espeluznante crimen.
Pero los inquisidores, que pretendían obtener una declaración completa y coherente de todos los prisioneros, realizaron varios careos entre ellos y nuevas interrogaciones por separado, hasta que el propio Yucé, que había sido tan astuto como para acusar únicamente a los “marranos” y judíos que habían muerto ya, pensando en la inmunidad prometida, fue involucrado en los hechos por el resto de condenados. El 20 de octubre de 1491 fue interrogado Juan de Ocaña con respecto a la participación de Yucé en el crimen y declaró que éste insultó con vehemencia al muchacho y que después de crucificarle había sido él, y no Alonso, quien había abierto sus venas con un cuchillito. También fue interrogado ese día, una vez más, Benito García, quien acabó afirmando que Yucé había golpeado al niño con una correa, le había tirado con ira de los cabellos y se había burlado del cristianismo diciendo que era “la idolatría más absurda y falsa”.
LA CONDENA Y EL AUTO DE FE
Tras nueve meses de proceso, el Promotor Fiscal estaba satisfecho con los pruebas recabadas; según Thomas Hope, autor de una magnífica biografía sobre Torquemada, se podía presumir que la mano del inquisidor general estaba detrás de la actuación del Fiscal. Probablemente por orden del todopoderoso religioso, el inquisidor Fray Fernando fue enviado al monasterio de San Esteban en Salamanca, donde sometió el informe detallado de la causa a un jurado de siete profesores de renombre de la Universidad, que llegaron a una conclusión unánime y declararon a Yucé –y probablemente al resto de acusados, aunque no disponemos de esos informes, como ya señalé– culpable y merecedor de la confiscación total de sus bienes y de ser entregado al brazo secular.
Puesto que Yucé Franco se negaba a admitir las acusaciones, a confesar, el