La biografía de Pla ha solapado –sin borrarla, porque es imborrable– la trayectoria artística de Manolo Hugué, uno de los más innovadores representantes del noucentismo catalán
primera mitad del XX. Sin embargo, fue otra verdadera obra la que acabó ocultando el arte que nuestro protagonista Manolo Hugué creaba. El genio de Manolo Hugué fue devorado por un genio mayor, y más popular, el de Josep Pla. En Vida de Manolo, Pla quiere escribir una biografía muy personal de un personaje anónimo, pero resulta que del todo anónimo no es. Porque Manolo, Manolo Hugué, es un escultor de largo recorrido y poca obra, con contacto con los más importantes artistas de la Barcelona y el París vanguardistas. Publicado por primera vez en catalán en 1928, Pla relataba la vida de un auténtico pícaro en tiempo de vanguardias, un superviviente que se encuentra de golpe con la Primera Guerra Mundial, que lucha cada día por llevarse un pedazo de pan a la boca sin importarle saltarse para ello las convenciones morales, un casi mendigo sin formación académica cuya inteligencia, curiosidad y prodigiosa conversación permiten su ascenso, mucho más artístico que social, y entablar relaciones con auténticos gurús culturales de la época como Picasso, Juan Gris, Jean Moréas o Apollinaire. “La burla y la profundidad, lo pintoresco, y lo trágico, toman en su conversación un relieve, un color, un interés inigualado (…) La riqueza vital nos deja anonadados”, aseguraba Pla en su texto, escrito después de haber pasado varios meses de conversaciones con el escultor.
Sin embargo, esta magnífica biografía, este recorrido por la intelectualidad pícara en la persona de Hugué, ha solapado –sin borrarla, porque es imborrable– la trayectoria artística de uno de los más innovadores representantes del noucentismo catalán de principios del siglo XX, un movimiento artístico que innovó sobremanera el panorama catalán, dominado hasta entonces casi completamente por el modernismo. Nacido en 1872, pese a que tardó años en entrar en los grupos artísticos del momento, su establecimiento en el pequeño pueblo pirenaico de Ceret a partir de 1910 estabilizó su vida a la vez que enriquecía su obra, dotándolo de nuevos componentes, de nuevas cualidades que no se dejaban llevar tan solo por las tendencias de moda, sino que seguían una línea personal. El reconocimiento de su obra, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, se convirtió en universal, exponiendo en las galerías más importantes de todo el mundo, junto a figuras que han pasado a la posteridad con muchísima más celebridad que él, como Picasso, Gris o Modigliani. Su vida, a ojos populares, sobre todo después de su muerte, se hizo mucho más popular que su obra, que, realmente, nada tiene que desmerecer a aquella. Hoy pocos recuerdan sus mejores obras; algunos más sus más sorprendentes peripecias vitales.