Por un mundo sin banderas
ESTUDIAR Y CONOCER EL ORIGEN Y DESARROLLO DE LAS BANDERAS es un desafío intelectual harto interesante. En este número, lo hacemos y demostramos que puede serlo. Y lo hacemos sin rasgarnos las vestiduras y con la normalidad que nadie parece querer hacer suya, porque a lo largo del tiempo pretérito –digo pretérito para que parezca un pasado más pasado aún– las banderas han representado ideologías y posiciones enfrentadas. A lo sumo, las banderas debían ser meros símbolos sin carga política y un elemento más que represente a los países, pero sin necesidad de que esa representación signifique una posición de fuerza impositiva. De todas formas, diga lo que se diga con este asunto, más de uno que ha llegado a esta línea ya se ha cabreado más de la cuenta.
No hace falta ser un historiador docto, ni siquiera un analista de esos que se ponen traje marrón y a cuadros, traje antiguo en suma, y gafas de pasta, para darse cuenta de que los estados-nación fuertes han sido positivos para la libertad de los pueblos. Esos estados han puesto su bandera como símbolo de esa libertad e independencia que, normalmente, se ha conseguido no sin poco sufrimiento. El cuadro que hemos “maltratado” para confeccionar la portada de la revista es un buen ejemplo de ello; si se llama “La libertad guiando al pueblo” es por algo, pero uno piensa y cree que los tiempos han cambiado y que es hora de dejar esas pamplinas de banderas y símbolos como elementos identificativos para ese tiempo pasado, digno de ser estudiado y conocido, reconocido también, pero nada más.
Algunos dirán –no sin razón–, que cosa tan progresista no encaja con eso que creíamos hace dos o tres décadas, cuando a los más poderosos se les llenaba la boca con la palabra “globalización”, que creíamos que significaba el fin de las fronteras, los países, las banderas… Pero nos mintieron, como casi siempre hacen, y esa “globalización” que nos vendieron y después llegó no era tal –acaso sí para las cosas, las que interesaban, pero no para las personas–, y se reafirmó eso que decía la historia sobre la necesidad de la existencia de estados-nación poderosos y libres.
Ese engaño devolvió a la realidad a quienes pensábamos en un futuro sin banderas, sin fronteras y sin diferencias, y volvió a resucitar a quienes pretendían hacer de su categoría nacional un honor. Ese sentido nacionalista –el separador– provocó hace 100 años la Primera Guerra Mundial, y hace justo ahora 75 años –el nacionalismo centralista, en este caso– la Segunda Guerra Mundial. En suma, seamos defensores de lo nuestro, de las banderas y símbolos, pero no hagamos de ello algo que nos enfrente. Luchemos, pero de verdad, por un mundo verdaderamente globalizado, porque ahí está la libertad y que el estudio de las banderas sea sólo algo lúdico y entretenido, digno de conocerse y nunca indigno de sentirse. ¡He dicho! La que me habrá caído ya…