El 11-S español
1714: Así fue la caída de Barcelona
La Guerra de Sucesión dejó abiertas muchas heridas. Tras un largo asedio, la ciudad de Barcelona sucumbió a las tropas borbónicas un 11 de septiembre de 1714. El Parlamento catalán eligió en 1980 esta simbólica fecha para conmemorar la Diada.
El asedio de Barcelona en la guerra de Sucesión concluyó un 11 de septiembre de 1714, cuando la ciudad cayó en manos de las tropas borbónicas al mando de Berwick. Más de 20.000 hombres participaron en la ofensiva final contra los defensores de la plaza. La victoria de Felipe V destruyó las esperanzas de los catalanes de ver coronado al archiduque Carlos de Austria, cuya causa había arraigado en la región fruto del menor centralismo que auguraba su reinado. Los vencidos vieron abolidas sus instituciones por los Decretos de Nueva Planta. En 1980, el Parlamento catalán instituyó el 11 de septiembre como la Diada o Fiesta de Cataluña. Recordamos el aniversario por gentileza de la editorial Cátedra, que nos presenta su obra 1714. Cataluña en la España del siglo XVI.
El último episodio de la guerra de Sucesión en España (mejor dicho el penúltimo, porque el último fue la toma de Mallorca en 1715, pero otra vez el presente “presiona” sobre la historia...) fue el desgraciado sitio de Barcelona en 1714. Como es sabido, antes se habían firmado las capitulaciones de Utrecht, que desbarataban las pretensiones catalanas de sacar partido de la lucha y, antes al contrario, van a ofrecer un panorama desolador ante el aislacionismo catalán que permitirá que el radicalismo se apodere de la situación. Aquí vemos ya otra desfiguración histórica: la no asunción de las “reglas” de las relaciones internacionales que, por ejemplo, después del tratado “obligaban” a Inglaterra a considerar como amigo a Felipe V y, por lo tanto, a dejar de presionar a favor de los catalanes. La realidad es que, previamente, tanto ingleses como austríacos habían dejado solos a los catalanes en el contexto de Utrecht. Y, fidelidades “románticas” e incluso ideológicas aparte, la realidad cruda de las relaciones internacionales hacía que en ese momento el “caso de los catalanes” no fuera algo más que residual en la ciudad holandesa. Ante nuevas realidades políticas, Carlos VI, ahora investido de la púrpura imperial, no tenía más remedio, según recalca Pedro Voltes, que desentenderse de la “causa catalana”, aunque, también subraya, “no debería haberles dado tantas esperanzas infundadas” (“no contribuir a tenerlos engañados, rumbo a la catástrofe”).
RADICALESY FANÁTICOS La tragedia de Barcelona (ciudad muy dolorosamente acostumbrada a ser objeto de tantos sitios en poco más de tres lustros) se empezaría a consumar a partir de determinados intereses que tenían como telón de fondo la no aceptación de la rendición. Empezando, sibilinamente, por los propios franceses, que no dejaban de tener presente que, al fin y al cabo, la unión de las dos coronas podía ser muy circunstancial (la verdad es que no tenían fundados motivos para pensar lo contrario). Los radicales y –por qué no decirlo– los fanáticos (ahí están las excentricidades de todos conocidas, especialmente las que tenían que ver con la religión) se convirtieron entonces, guiados por líderes con diversos intereses, en protagonistas de la situación, una vez que los elementos más conservadores y pacíficos hubieran abandonado la ciudad (buena parte de la nobleza, del clero y de la burguesía se marcha a tierras borbónicas ante la llegada de las tropas de Berwick). El propio Sanpere reparaba en que en la obstinación de los resistentes catalanes en no ceder ni un palmo de sus libertades se puede ver que se llegara tan lejos en el enfrentamiento y en la rendición de la ciudad. A ello habría que añadir la actitud del “partido austríaco intransigente”, el de “muerte o nuestros privilegios conservados”, en la que hubo, según el autor del El fin de la nación catalana, mucho de obcecación, “por no decir que lo que hubo fue sobra de mentecatería”.
DURÍSIMA REPRESIÓN Nadie puede negar la durísima represión tras el sitio de Barcelona, que, como se decía entonces, no se había dado a partido y que, por tanto, según las leyes de la gue-
Nadie puede negar la durísima represión tras el sitio de Barcelona, que, según las leyes de la guerra, debía esperar todo tipo de abusos
rra de la época, debía esperar todo tipo de abusos por los asaltantes que la habían tomado por la fuerza después de varios meses teniendo abierta una brecha en sus defensas. Además del carácter aleccio- nador (presente especialmente en las frías medidas de depuración de los meses subsiguientes) y ejemplificador de estas crueles acciones, hay que tener en cuenta que esta rigurosidad extrema respondía a
otros motivos “históricos”. Desde luego, nada más lejos de exculpar a nadie, pero esa actitud respondía a las particularidades de una guerra de sitio de esas características, en la que, lejos de considerar (como hizo el propio Voltaire) heroicos los comportamientos de los sitiados, para los asaltantes eran cruelísimos, porque les hacían dilatar con muertes y sufrimiento un objetivo que ya se veía conseguido tras la apertura de la brecha en la muralla (no olvidemos que murieron muchos más hombres del bando vencedor que del perdedor, con todas las particularidades psicológicas –lucha temeraria contra un enemigo bien parapetado– para el combate que eso implica). Una vez más, es importante el conocimiento de las realidades militares de entonces para la comprensión de los fenómenos históricos.
También es fundamental el conocimiento no solo de la implacable y “antihumanista “política exterior, sino de la política interna. Como es sabido también, fue proverbial la radicalidad de Felipe V para no conceder absolutamente nada a los catalanes en Utrecht. Respondía con ello a otra realidad histórica consustancial a la estructura política del Antiguo Régimen: la extrema gravedad del delito de lesa majestad en el levantamiento de los súbditos contra su rey legítimo, castigado por todo lo que duró aquella época con las máximas penas. Tampoco
se trata –ni mucho menos– de justificar actitudes que repudiaríamos hoy, sino de comprenderlas en su contexto histórico.
¿QUÉ PASÓ EL 26 DE FEBRERO? Considerar el episodio final de Barcelona el último y supremo acto de una guerra civil es muy arriesgado, sobre todo porque no sabemos en realidad, pese a que en la política nacionalista de nuestro tiempo se tiende a presentar a los resistentes barceloneses como el alma histórica de toda Cataluña, qué había realmente detrás de esos resistentes. Falta también aquí por hacer, como en toda Cataluña y en Valencia, una auténtica “sociología de la rebelión”. La supresión de la Genera-
La Generalitat no murió el 11 de septiembre de 1714, sino el 26 de febrero, cuando entregó el poder a los concellers de la ciudad
litat por el Consell de Cent (que, con su coronela, había cobrado gran protagonismo en las acciones militares) en febrero de 1714 tuvo mucho de debate en el que se movieron intereses particulares.
Una vez más, el propio Sanpere dice que la Generalitat no murió el 11 de septiembre de 1714, sino el 26 de febrero, que fue cuando, muy irregularmente, entregó el poder a los concellers de la ciudad para que se encargaran de su defensa, lo que era dar la razón a los que veían las instituciones catalanas incompatibles con el espíritu moderno. Sanpere habla entonces de un “golpe de estado concejil” y argumenta (ya en un tono más político que histórico) que el contencioso nunca debía haberse resuelto en perjuicio del máximo organismo gubernamental del país, la Generalitat. Sin embargo, esta
reflexión de Sanpere es omitida, por supuesto, por los políticos y, lo que es más grave, por la historiografía nacionalista o afín a los planteamientos de lo compacto del proyecto austracista, como el propio Albareda, que ha realizado una edición crítica de este clásico del nacionalismo catalán. Sin dejar de reconocer la profesionalidad de este último, pensamos que esa tendencia general tiene bastante que ver con la interpretación de la ilegalidad
Felipe V ganó la guerra pero perdió la paz: las representaciones culturales reproducirían el discurso de la nación catalana maltratada
cometida por una institución austracista. Una interpretación que no solo va contra el argumento de las medidas ilegales de Felipe V con la Nueva Planta sino que incluso, dentro de la especie de locura que nos envuelve en los últimos meses en la relación entre política e historia en este tema en Cataluña, menoscaba la idea
de la ilegalidad de una monarquía como la actual, que no solo ha seguido con los feroces planteamientos de su antecesor, sino que ostenta una jefatura del Estado gestada por una dictadura que había salido, a su vez, de un golpe de Estado.
LA FACTURA DEL CENTRALISMO Si, como se ha dicho, España pagó las facturas de Utrecht, habría que continuar el argumento y decir –siguiendo la lógica del poder del fuerte y el débil en las relaciones internacionales de la época, y, prácticamente, de las de hoy también– que España hizo pagar a Cataluña, con el centralismo, todo lo que pudo de esas facturas. En realidad era lo único que podía sacar de esta desafortunadísima guerra, y no estuvo dispuesta a renunciar a ello. Habría sido posible que renunciara, pero, si se me permite, habría sido algo “ahistórico”.
Otra cosa es que fuera conveniente. Como ha dicho Mantecón, Felipe V ganó la guerra pero perdió la paz. La publicística y toda suerte de representaciones culturales reproducirían el discurso de la nación catalana maltratada. Política e historia se entremezclarían recurrentemente hasta hoy, y, desde luego, en nada contribuirá este proceso (testigos somos de su cara más interesada en nuestros días) a disipar las carencias y los límites de la historiografía actual sobre la guerra de Sucesión en España.