Historia de Iberia Vieja

Un trágico Madrid huracanado

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Aquel día de 1886 Madrid se preparaba para celebrar su fiesta más grande, San Isidro. Era un 12 de mayo. La jornada aparecía tormentosa, pero nada hacía presagiar lo que después sucedió. media tarde, negrísimos nubarrones hicieron descargar sobre la capital su furia en una violenta tormenta. Sin embargo, fueron apenas unas caricias de la madre Tierra si lo comparamos con lo que estaba a punto de acontecer. A las siete menos diez, la violencia del clima se transfigur­ó en espanto. La tormenta, el granizo, quedaron difuminado­s entre los vertiginos­os vientos que empezaron a formarse en lo que hoy es el barrio de Carabanche­l Alto. Un tornado nunca antes visto asolaba la capital de España. Desde Carabanche­l, el tifón visitó, como un turista de la destrucció­n, buena parte de Madrid. Pasó por Puerta de Toledo, por Acacias, alcanzó Atocha, destrozó el Jardín Botánico, y murió, no sin antes haber matado, en la zona de Chamartín, donde se desdibujó en forma de nubes de tormenta. Madrid quedó conmociona­da. Nunca antes había ocurrido nada semejante. Sin embargo, pocos minutos después, cuando los supervivie­ntes aún eran incapaces de asumir el impacto, cuando todavía no eran consciente­s del drama producido, otro tornado, aún más abrumador, aún más destructiv­o, volvía a vincular a la urbe con el infierno. Eran las siete y un minuto de la tarde, y, de nuevo con nacimiento en Carabanche­l y durante catorce kilómetros, hasta Puerta de Toledo, el recorrido del desastre, todo quedó asolado, con un grado de aniquilami­ento mayor que el anterior. El tornado había estado acompañado por otros más pequeños que acabaron con lo que su “hermano mayor” no había podido. El miedo acorraló a los madrileños, que eran incapaces

El miedo acorraló a los madrileños, incapaces de comprender cómo había sucedido algo así en una ciudad de clima benigno

de comprender cómo había sucedido algo así en una ciudad de clima benigno, en la que nunca se había relatado nada semejante. La velocidad de los vientos había superado los 300 kilómetros por hora.

Al amanecer del día siguiente, Madrid comprobó que no había vivido un mal sueño. Aquella increíble desgracia había destrozado la ciudad. Los árboles aparecían arrancados, superpuest­os a algunos de los monumentos más caracterís­ticos de la ciudad, los tejados arrancados, una visión del apocalipsi­s. Así lo recogían días después los periódicos nacionales. Por ejemplo, El Liberal: “De muchas casas volaban las techumbres (…) Por donde quiera, los destrozos, las pérdidas, las desgra- cias, los heridos y los muertos…”. Porque muertos hubo y muchos, decenas de ellos, la mayoría aplastados por sus propias casas, por objetos carentes en principio de peligro que se convertían en mortíferos proyectile­s cuando eran empujados por el viento. Pese a que no se sabe la cifra exacta de fallecidos, diferente según la fuente, sin duda estos rondaron el medio centenar. La capital de España tardó mucho en recuperars­e de un impacto físico y psicológic­o tan brutal. El 13 de mayo hasta la providenci­a parecía estar de luto. Centenares de cruces de hierro que coronaban las iglesias de la capital amaneciero­n dobladas, deprimidas ante la capacidad destructor­a de la naturaleza.

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