Los diez mandamientos de Ana María Matute
Los diez mandamientos de
La infancia es el período más largo de la vida. San Juan dijo: ‘El que no ama está muerto’ y yo me atrevo a decir: ‘El que no inventa, no vive’. Me parecería una auténtica falta de cortesía que Dios no existiera. El tiempo lo cura todo, pero también lo quema todo. Lo bueno y lo malo. Te arranca de la memoria cosas que quisieras tener ahí. El tiempo se lo lleva. Escribir es siempre protestar, aunque sea de uno mismo. El dolor es más llamativo que la felicidad. Lo peor en este mundo es sobrevivir. La ilusión por la vida nos hace soportar la proximidad de la muerte. La cabeza me funciona: la tengo tan mal como siempre. La Biblia es el mejor libro de aventuras que se ha hecho jamás.
DEMONIOS FAMILIARES. Ese es el título de la novela póstuma de Ana María Matute (Barcelona, 26 de julio de 1925 – ibídem, 25 de junio de 2014), que verá la luz el próximo 23 de septiembre en la editorial Destino.
A lo largo de su vida, esta “niña” de la guerra sembró de belleza las páginas de todas sus novelas y sus cuentos; y ya se sabe que quien siembra belleza recoge honores: el premio Planeta, el Nadal, el Nacional de las Letras, el Cervantes, académica de la Lengua desde 1996…
Como sus hermanos de generación –Cela, Delibes, Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite, Laforet…–, Matute practicó un realismo apegado a las muchas penas de su tiempo, si bien, como ha destacado nuestro crítico literario Adolfo Torrecilla, la autora no le añadió “ni el toque objetivista ni el propósito testimonial de buena parte de sus compañeros de promoción”.
Le dolía la infancia, desvalijada por los piratas feos de la guerra. Nacida en el seno de una familia burguesa, conservadora, los bombardeos le curaron la tartamudez pusilánime de su primera edad, pero le abrieron unas grietas insondables en el alma. De repente –no había cumplido once años cuando explotaron “las guerras de nuestros antepasados”–, España se volvió del revés, y ella, como cualquier otro niño, quería seguir viviendo del derecho, sin privaciones ni violencias. Fue entonces cuando el mundo se desplegó ante esta “niña asombrada”, adjetivo con que bautizó a los cachorros de su generación. “Nadie nos había informado de nada y nos encontramos formando parte de un lado o de otro”, apuntó la escritora en su discurso de recepción del premio Cervantes.
Pasaron los años en el bosque... y Ana María hizo suyo el “érase una vez” de los hermanos Grimm, Perrault y Andersen. Del trauma inevitable de la guerra, que lastima títulos como Primera memoria (1961), Los soldados lloran de noche (1964) o La trampa (1969), la escritora ejecutó un salto sin red a la pura fábula o la pura fantasía, manifestada a partir de La torre vigía (1971), una novela de aprendizaje protagonizada por un joven caballero del año 1000.
Y la depresión se la come. Devora literalmente su voz y le hace callar durante años, hasta que en 1996 reaparece con una novela insólita, Olvidado Rey Gudú,
Del trauma inevitable de la guerra, la escritora ejecutó un salto sin red a la pura fantasía
un fecundo cuento de hadas sobre el reino de Olar, que enamora a partes iguales a lectores y críticos. Es su obra más recordada, aquella que seguiremos leyendo por instinto cuando nos convenzan de que los libros no son más que meros recipientes de polvo. Le seguirán Aranmanoth, Paraíso inhabitado y una indispensable edición de sus cuentos completos, La puerta de la luna, en la que podemos (re)leer su mítico Algunos muchachos.
En cierta ocasión, Ana María Matute dijo: “Ahora os inventaréis citas mías que jamás pronuncié”. Las que traemos a estas páginas sí que las dijo. Son tan suyas como la memoria salvada de las aguas de un pantano en Mansilla de la Sierra. Tanto como el temblor de su voz o la música de sus palabras. Tanto como nuestra felicidad por haberla leído. Y por seguir leyéndola. Gracias, Ana María.