La muerte de la madre
ALGO DEL CARÁCTER AVENTURERO y vitalista de Felipe II debió empezar a truncarse cuando el 1 de mayo de 1539 murió su madre Isabel, cuando él tenía 12 años de edad. Su padre, desesperado, se recluyó en un convento y no pudo acompañar el cadáver para su entierro, de modo que esta penosa obligación quedó en manos de Felipe. Por instrucciones expresas de la propia Isabel, su cadáver no fue embalsamado y durante diez días viajó con su cortejo hasta llegar a su amada Granada, de modo que cuando Felipe tuvo que cumplir con el terrible trámite de reconocer el cadáver antes de enterrarlo y se abrió el catafalco el niño contempló con horror el rostro putrefacto de su madre y se desmayó, una impresión de la que no se recuperaría en toda su vida. Carlos, por su parte, jamás volvió a casarse, y desde la muerte de la esposa pasó a vestir, a sus 39 años, de luto permanente. No es de extrañar que todo esto impactara en Felipe e hiciera que calara en él un sentido trascendente de la vida y que tomara consciencia de la fragilidad de la carne y lo volátil de todo lo temporal.