La capital del vino
LA LUZ eléctrica llegó a Haro (La Rioja) en una fecha tan temprana como 1890. La ciudad jarrera fue una de las abanderadas de ese tiempo de dinamos y bujías que ya no se apagaría nunca. Entre la puesta y la salida del sol, sus calles semejaban una verbena, y podemos representarnos la fascinación de sus naturales, atraídos como los mosquitos hacia ese fuego prometeico y amansado. De las 260 luces y ocho focos que instalaron dos jóvenes emprendedores, cerca de una veintena –el mayor número de ellas– correspondía al puente y el camino de la estación.
Ese entorno bullía ya de actividad. Los trenes iban y venían cargados de vino desde que los bodegueros franceses se percataron de las posibilidades de esa zona para aliviar sus malas cosechas, castigadas por la filoxera. El primer tramo de la línea férrea, entre Castejón y Orduña, se inauguró en 1863, y al poco las postales recreaban la pujanza de las bodegas y el tierno cerco de las vides. No tardarían las compañías patrias en plantar aquí sus reales: R. López de Heredia y Landeta en 1877, A. y J. Gómez Cruzado en 1886, La Rioja Alta en 1890 o Bodegas Bilbaínas en 1901. Sus antepasados habían excavado las suyas en las laderas del cerro del Castillo y Santa Lucía. El diálogo continuaba.
MILLA DE ORO
Vale decir que la “milla de oro del vino” de Rioja constituye una saga novelesca de inmejorable buqué y que el barrio de la estación tiene algo de aquel legendario Shangri-La en el que los viajeros se conservaban eternamente jóvenes. Mientras recorremos estos bloques fruto de la segunda revolución industrial y nos fijamos en sus detalles modernistas y vagamos por sus calados, nos sentimos con un pie en el pasado y otro en el futuro, como si sobre las huellas del siglo XIX se hubieran estampado los pasos del XXI. Las tinas de madera y las metálicas nos saludan indistintamente, los departamentos de I+D aprenden su ciencia de los cuberos y los guías nos desvelan los secretos de un arte en el que, ya lo sabían los romanos, se esconde la verdad. In vino veritas… et lux.
Para los amantes de la Historia, pocos términos tan evocadores como “generación”. En esta tierra en que los árboles genealógicos son largos y nudosos como el sarmiento de la vid, los hijos no rompen con el pasado, sino que aprenden de él y lo renuevan, y siembran en la memoria de sus huéspedes el eco de las cosas bien hechas. A Haro uno va a catar vinos, esto es, a obsequiarse el alma con su cuerpo, y es costumbre consagrar un día al año a visitar las centenarias bodegas del barrio –apunten el plan para septiembre– e instruirnos en la sutileza de un sumiller.
EL CARNAVALY LA BATALLA
Nosotros estuvimos en Haro en otra fiesta memorable, el Carnaval, que también merece marcarse en rojo en el calendario. Las bodegas presentaron entonces sus nuevas añadas y, en el claustro del hotel Los Agustinos, del siglo XIV, sus antiguos residentes salieron de sus tumbas para redimir la magia de la Edad Media en un baile de disfraces. La risa de las princesas era un acorde de sí menor, los frailes y caballeros teñían de púrpura sus copas y en el escenario los saltimbanquis aliviaban “el cansancio de los trajinantes”, que diría Benavente. Hemingway repetía que el Rioja es el mejor vino del mundo y Antonio Ordóñez, a su lado, sonreía conforme.
Haro es como París, Hem: una fiesta que no se acaba nunca. Por eso, en este inagotable juego de la oca podemos saltar de bota en bota y bautizarnos en la batalla del vino, fiel a su tiempo –el 29 de junio– y a su lugar –los Riscos de Bilibio. De Interés Turístico Nacional, la fiesta nació de la pasión por San Felices de Bilibio, el patrón, tras una romería en su honor. La regla es simple: empezar la jornada de blanco y acabarla “entintado”. Lo que empezó como un remojón entre jarreros atrae cada año a decenas de miles de turistas, que por unas horas hablan el mismo lenguaje de alegría y paz.
Luis Martínez-Lacuesta, Director General de la bodega que lleva los apellidos de su antepasado Félix, ha reunido en el vestíbulo de sus instalaciones un sinfín de piezas antiguas sobre la elaboración del vino: mirando esas tenazas y estrujadoras, esas tinajas y barricas, uno entiende mejor los bríos de esta cultura, su belleza noble y atemporal; y se entiende mejor a sí mismo.