Es más que probable que el Cid participara junto al futuro Sancho II en la campaña contra Ramiro I en defensa de la taifa de Zaragoza
La Historia Roderici cuando narra la batalla de Llantada del año 1068 entre el monarca de León Alfonso VI y su hermano de Castilla Sancho destaca que “El rey Sancho distinguía a Rodrigo Díaz con tan inmenso amor y notable predilección, que le puso al frente de toda su mesnada, pues Rodrigo creció y se convirtió en un fortísimo guerrero y campi doctus [experimentado en el campo de batalla] en la corte del rey Sancho. En todos los combates que Sancho mantuvo con su hermano Alfonso, en Llantada y en Volpejera, venciéndolo, en estas ocasiones Rodrigo Díaz era el portador de la bandera regia y destacó y sobresalió entre todos los caballeros del ejército del rey”. Una vez más, la documentación conservada no confirma semejante estatus de caudillo y portaestandarte de la hueste regia. Rodrigo figura entre los nobles firmantes de diplomas del rey castellano aunque sin mencionársele como armiger regis ni como alférez. Serán las fuentes tardías, a finales del siglo XII, las que le atribuyan dicha función. Con todo, es más que probable que participara junto al infante y luego rey Sancho II en la campaña contra Ramiro I de Aragón en defensa de la taifa de Zaragoza el año 1063, así como en las guerras contra los demás hijos herederos del monarca Fernando I el Magno.
Durante estas operaciones bélicas seguramente Rodrigo empezó a labrarse una gran fama de experto combatiente. Esta reputación le sirvió para incorporarse a la corte de Alfonso VI una vez muerto Sancho II y a pesar de que antaño el noble burgalés había blandido su espada contra el nuevo monarca de León para destronarlo. El fallecimiento inesperado de Sancho II ante los muros de la rebelde ciudad de Zamora restituyó a Alfonso la corona del reino. Afloran entonces nuevos episodios literarios en los que Rodrigo Díaz aparece como el custodio moral del legado regio castellano. El más famoso de ellos es, sin duda alguna, la Jura de Santa Gadea según la cual, Alfonso VI, para tomar posesión de Castilla, fue obligado por el Campeador a jurar por tres veces que no había tenido nada que ver en el asesinato de su hermano Sancho.
El juramento supuestamente ocurrido bajo las bóvedas de la iglesia burgalesa de Santa Gadea el año 1072 no tiene ningún fundamento y constituyó una fabulación ideada en el siglo XIII que se ha mantenido
El rey entendió que la razón política aconsejaba hacer borrón y cuenta nueva echando tierra sobre los viejos enfrentamientos
muy viva en la memoria popular hasta el presente. El hecho de que sea mentira no impide reconocer la enorme fuerza dramática que encierra una escena donde todo un monarca debe someterse al implacable interrogatorio de un caballero dolido por la pérdida de su señor. Motivo por el cual, este cara a cara entre dos grandes egos de la época fue incluido, sin ninguna concesión a la verdad, en la célebre película El Cid rodada el año 1961 y protagonizada por Charlton Heston. Aunque, como bien advierte el profesor Gonzalo Martínez Díez, sencillamente “se trata de una bellísima y poética escenificación carente de cualquier base histórica o documental. No precisaba Alfonso VI de ningún juramento solemne ni de ninguna nueva proclamación en Burgos; en cambio, lo que sí consta documentalmente es la inmediata visita que Alfonso VI efectuó a las tierras castellanas” nada más acceder al trono. Un viaje raudo porque el nuevo rey era consciente de que debía ganarse la lealtad y aprecio de los nobles castellanos para consolidar mejor su recién adquirido gobierno. La razón política aconsejaba hacer borrón y cuenta nueva, echando tierra sobre los viejos enfrentamientos.
VASALLO DE ALFONSO VI
Si hacemos caso a las fuentes más próximas a los acontecimientos, la integración de Rodrigo Díaz en la corte de Alfonso VI no supuso ningún trauma. Al contrario, lo presentan como un acontecimiento amable y deseado por el nuevo monarca. La Historia Roderici señala que “después de la muerte de su señor el rey Sancho, que le había criado y que lo había amado sobremanera, el rey Alfonso lo recibió con todo honor como vasallo y lo mantuvo junto a sí con gran amor y reverencia” y Carmen Campidoctoris dice igualmente que “comenzó [Alfonso] a sentir por él no menor afecto, queriendo distinguirlo por encima de los demás, hasta que sus colegas en la corte comenzaron a envidiarlo”. Ya fuera este un sincero sentimiento de acogida por parte del rey de León o un puro acto estratégico para aprovecharse de la valía y notoriedad del burgalés, lo cierto es que el
Campeador comenzó a prestar numerosos servicios de importancia a su nuevo señor. Alfonso VI le encomendó diferentes y variadas misiones de alta responsabilidad, además de contribuir a concertarle una boda con la noble Jimena que la Historia Roderici hace sobrina del propio rey. Entre las responsabilidades asignadas a Rodrigo estuvo el dirimir ciertos pleitos locales, actuando, por ejemplo, como procurador de los monjes de Cárdeña contra los infanzones del lugar por el dominio de los pastos en el valle de Orbaneja-Riopico.
También se le ordenó recaudar los tributos a diferentes taifas musulmanas. Precisamente, uno de estos cometidos pudo desencadenar la ira regia de Alfonso y provocar el primer destierro del caballero burgalés. La razón concreta de esa pérdida del favor real no está nada clara. La opinión más extendida sitúa el desencadenante en la batalla de Cabra del año 1079. El Campeador había ido a cobrar los impuestos al reino taifa de Sevilla justo en un momento en el que otra taifa, la de Granada, atacaba el lugar. Curiosamente, al reino granadino había marchado también otro noble leonés, el conde de Nájera García Ordoñez, a percibir los tributos. En virtud de los acuerdos de protección vigentes, los cristianos estaban obligados a ayudar con sus huestes las taifas musulmanas cuando entraran en guerra. Lo que conllevó que dos mesnadas leonesas terminaran trabando combate entre sí, dirigidas por dos nobles que tenían al monarca de León por señor, pero debían corresponder a los acuerdos suscritos con los reinos musulmanes. García Ordoñez fue capturado y el Cid Campeador pudo añadir una nueva victoria a su carrera militar. A partir de esta humillación, el Cantar perfila a García Ordoñez como el archienemigo de Rodrigo Díaz en la corte. Un noble que maniobrará en la sombra hasta conseguir enemistar al burgalés con su monarca y que éste lo expulse del reino. La oportunidad se dio al año siguiente. El Cid fue acusado de extralimitarse en la persecución de un contingente musulmán, penetrando y asolando la taifa de Toledo con la que se mantenían buenas relaciones. PRIMER DESTIERRO Sea por el motivo que fuere, Rodrigo Díaz de Vivar abandonó León en 1081 por decisión de Alfonso VI sin que sepamos qué dejó atrás. El destierro podía suponer entonces la pérdida de todos los bienes, o bien tan sólo una expulsión personal sin
El burgalés quedó huérfano de señor y marchó a ofrecer su vasallaje a los condes de Barcelona, quienes rechazaron el ofrecimiento
merma del patrimonio. Lo único seguro es que el burgalés quedó huérfano de señor y marchó a ofrecer su vasallaje a los condes de Barcelona, quienes rechazaron el ofrecimiento. Fue entonces cuando el Cid puso su espada a merced del poderoso AlMuqtadir de Zaragoza y su sucesor Yusuf alMutamin. Unos reyes a los que beneficiará durante cinco años, cubriéndolos de victorias frente a otras taifas musulmanas, pero también contra adversarios cristianos.
Se ha criticado mucho este comportamiento del Campeador. Se le ha recriminado que entrara al servicio de un infiel y que no mostrara ningún reparo en combatir a monarcas y condes de su mismo credo. Tan es así que algunas fuentes cristianas posteriores parecen avergonzarse de semejante proceder y tenderán a eliminar toda mención de los períodos que el burgalés estuvo bajo la sujeción de los reyes de Zaragoza o que mantuvo amistad con otros príncipes islámicos. Por el contrario, se exaltará su faceta de comprometido y piadoso cristiano. Sin embargo, conviene subrayar que la religión en aquella época no disponía ineludiblemente los bandos
El Cid Campeador no hizo sino operar como un perfecto hijo de su tiempo dentro del original y contradictorio contexto histórico
de antemano. Ya hemos visto cómo, en virtud de los pactos de protección a cambio de impuestos, varias mesnadas cristianas podían llegar a lidiar entre sí en favor de enclaves regentados por seguidores del Corán. Abundaron los sucesos de este tipo incluso teniendo a los propios reyes cristianos como actores principales. En 1063, Ramiro I de Aragón intentó tomar un territorio de la taifa de Zaragoza cuya defensa tenía comprometida el futuro Sancho II de Castilla, entonces todavía infante. Así que este actuó en consecuencia para repeler la agresión, lo que terminó costando la vida del aragonés. Casi cien años después, en 1169, el rey Fernando II de León acudió veloz a defender la ciudad musulmana de Badajoz de un ataque portugués para conquistarla. Fernando II no solo evitó la toma de la urbe, sino que hizo prisionero al monarca de Portugal y dejó la plaza en manos de los considerados infieles.
Ciertamente, semejantes conductas eran contempladas con estupor y desagrado por el papado, el cual no paró de enviar cartas de condena y exhortación a la concordia entre dirigentes cristianos contra el adversario común. Pero la península Ibérica disfrutaba de una coyuntura geopolítica muy particular y demasiado enmarañada donde, por encima de las diferencias o afinidades religiosas, a menudo ganaban la partida otros intereses más prosaicos a la hora de determinar quién constituía o no un amigo o enemigo. De tal manera que el Cid Campeador no hizo sino operar como un perfecto hijo de su tiempo dentro del original y contradictorio contexto hispano.
Eso explica también por qué no faltaron quienes retrataron a Rodrigo simultaneando dosis de odio y admiración. Ibn Bassam, cronista árabe del 1101, escribió: “ese Cid que asoló de la manera más cruel una provincia
Algunas crónicas castellanas posteriores silenciarán el segundo exilio, seguramente para no dañar su imagen y la fidelidad al rey
de su patria; ese aventurero cuyos soldados pertenecían en gran parte a la hez de la sociedad musulmana, y que combatió como verdadero mercenario, ora por Cristo, ora por Mahoma, preocupado únicamente por el sueldo que había de percibir y del botín que podía pillar” resultó al mismo tiempo un “infortunio en su época, por la práctica de la destreza, por la suma de su resolución y por el extremo de su intrepidez, uno de los grandes prodigios de Dios”.
SEGUNDO DESTIERRO
En unos tiempos tan agitados, el Cid no fue el único manojo de contradicciones. Cada momento requería su afán y otros personajes coetáneos demostraron idéntico carácter voluble en virtud de las circunstancias. Alfonso IV aprovechó el cambio de poder en la taifa sometida a tributación de Toledo para conquistar la ciudad el año 1085. Esta victoria atemorizó por completo al mundo musulmán. El poeta Ibn al-Gassal resumió la alarma suscitada diciendo: “¡Oh gente de Al-Andalus! ¡Aguijad vuestras monturas!, porque el permanecer aquí es un error; la ropa se deshilacha primero por los bordes y veo que la ropa de la Península se deshilacha por el medio. Nosotros estamos ante un enemigo que no se nos aparta ¿Cómo vivir con la serpiente en su cesto?”.
Las taifas musulmanas no estaban en condiciones de frenar por sí solas a esa “serpiente” leonesa que manifestaba un apetito insaciable. Así que solicitaron ayuda al otro lado del estrecho donde residían los almorávides, poderosos compañeros de fe islámica aunque bajo una práctica mucho más rigorista. El desembarco del ejército almorávide implicó la derrota sin paliativos de Alfonso VI en Zalaca el año 1086. Ahora quienes quedaron bajo grave riesgo eran los territorios de León. Correspondía unificar esfuerzos, recomponerse del descalabro y, acuciado por este clima de premura, veremos de nuevo al Cid Campeador en la corte de Alfonso VI, recuperando su amistad con el monarca. La Historia Roderici describió con gran elocuencia ese reencuentro: “Tras los hechos anteriores regresó a Castilla, su patria, donde lo recibió el rey Alfonso con todos los honores y con muestras de alegría. Poco después le otorgó la fortaleza llamada Dueñas con todos sus habitantes, el castillo de Gormaz, Ibia, Campos, Iguña, Briviesca y Langa, que se halla en el extremo del reino, con todos sus alfoces y habitantes”.
Frente al enemigo almorávide y de la mano de Alfonso VI, Rodrigo Díaz acumuló más triunfos, aunque también propició una nueva decepción regia que le valió su segundo destierro. La historia volvió a repetirse, puesto que el incidente detrás de tan contundente condena permanece bastante oscuro. Al parecer, el monarca leonés citó al Campeador en Villena para unir allí sus ejércitos y marchar juntos a defender el bastión de Aledo. El Cid faltó al encuentro por motivos desconocidos y la incomparecencia fue interpretada por Alfonso como un acto de traición o desobediencia. Una vez más, algunas crónicas castellanas posteriores silenciarán este segundo exilio, seguramente, para no dañar o sembrar dudas sobre la imagen del caballero y su fidelidad al rey.
EL CID, PRÍNCIPE DE VALENCIA
De nuevo vasallo sin señor al que servir, el Cid optó por convertirse en señor de sí mismo. Inició así su etapa más fecunda y gloriosa. La que le otorgaría la máxima cota de riqueza y popularidad entre amigos y enemigos. Maniobró por los territorios musulmanes de Levante, capturando plazas, sometiéndolas a tributo y acumulando abundante botín con el que recompensaba a sus huestes que no paraban de crecer. Unas huestes compuestas de cristianos y musulmanes, en muchos casos, tan desarraigados como su señor.
En muy poco tiempo, el Campeador subordinó fiscalmente Denia, Alpuente, Albarracín, Murviedro, Segorbe, Jérica, Liria y Valencia. Hubo algunos intentos de reconciliación con el monarca leonés que no terminaron de cuajar, sucedidos por episodios de disputa e incursiones de mutuo castigo sobre los respectivos territorios. Mientras tanto, en 1091, casi todo Al-Andalus estaba ya en manos de los almorávides. Los norteafricanos pasaron de ser aliados de las taifas musulmanas a sus conquistadores, deponiendo a los
Una vez rendida la plaza, las fuentes árabes relatan el cruel tormento al que le sometió el líder de la ciudad para que entregara el tesoro
gobernantes de Málaga, Granada, Sevilla y Almería.
Resistía Valencia, ansiada por Alfonso VI, custodiada por el Cid que la explotaba económicamente y para la que apoyaba a su reyezuelo al-Qadir. Esa tutela cristiana resultó tan inaceptable para parte de la población local que estalló una revuelta. La Crónica Anónima de los Reyes de Taifas detalla la crispación social señalando que al-Qadir cuando tomó posesión de Valencia “introdujo en ella innovaciones reprobables, alteró sentencias y realizó muchas acciones vituperables. Era amigo de Alfonso […] como consecuencia las gentes de Valencia tuvieron miedo de que él cediese a Alfonso la posesión de la ciudad al igual que lo había puesto en posesión de Toledo […] y resolvieron matarlo”. Simultáneamente, el ejército almorávide avanzó hacia la ciudad del Turia y otro tanto hizo el Cid, visiblemente irritado con lo acontecido porque, según Ibn al-Kardabus “consideraba Valencia en su vasallaje, habida cuenta que al-Qadir le daba un tributo anual de cien mil dinares”.
Rodrigo Díaz se empleó a fondo en el asedio, actuando sin escrúpulos. La Crónica Anónima comenta cómo “cortó los aprovisionamientos, emplazó almajaneques y horadó sus muros. Los habitantes, privados de víveres, comieron ratas, perros y carroña, hasta el punto de que la gente comió gente, pues a quien de entre ellos moría se lo comían. Las gentes, en fin, llegaron a sufrimientos tales que no podían soportar.” Una vez rendida la plaza en 1094, las fuentes árabes relatan el cruel tormento al que sometió al líder de la ciudad para que le entregara el tesoro del depuesto al-Qadir: “Acopióse entonces de abundante leña y se hizo un agujero en el que fue metido; se dispuso la leña en torno suyo y se le dio fuego. Él acercaba llameantes tizones hacia si con sus manos para apresurar con aquello la partida de su alma”. Unas torturas similares que, según otros cronistas musulmanes, aplicó también a la mujer y los hijos. Difícil resulta juzgar hoy tal ensañamiento puesto que si las fuentes cristianas tendieron a ensalzar la conducta íntegra del héroe, las musulmanas pusieron el acento en la crueldad y codicia de aquel a quien también calificaban de “infiel perro gallego” o “el campeador que Alá maldiga”. José Ramírez del Río, de la Universidad de Córdoba, plantea otra hipótesis. Cree que la ejecución por fuego efectuada por el Cid seguiría un patrón de la justicia islámica, inspirado en un interrogatorio atribuido a Mahoma para que la víctima confesara el escondite de un tesoro.
Autotitulado “príncipe” de Valencia, Rodrigo afrontó de modo brillante el asedio de las huestes almorávides, derrotándolas clamorosamente. Restableció relaciones con Alfonso VI a quien envió a su hijo Diego para ayudarle en el combate. Una entrega que le costó su muerte en la batalla de Consuegra. Y en relación al gobierno interior de la localidad, el Campeador ordenó levantar la catedral de Santa María sobre la mezquita aljama a la vez que se comprometió a respetar las costumbres islámicas al impartir justicia a los musulmanes, suprimió aquellos impuestos no recogidos en el Corán y nombró a un musulmán como su gestor fiscal o almojarife. A la vista de estas últimas
El Cid era consciente de que gobernaba sobre una comunidad islámica y debía obrar en armonía con ella para perpetuar el principado
medidas, el Cid parecía muy consciente de que gobernaba sobre una comunidad islámica y debía obrar en armonía con ella si quería perpetuar el principado.
Sin embargo, ¿hasta qué cima pretendió encumbrar su poder en Valencia? Resulta imposible saberlo aunque la titulación de “príncipe” denota gran ambición política. Como dice Georges Martin “los esfuerzos de Rodrigo se orientaron hacia la consolidación de su independencia señorial, hacia la constitución de un principado soberano desvinculado de la tutela secular del rey de Castilla así como de la tutela eclesiástica del arzobispo de Toledo”. De hecho, “ejercía en el territorio valenciano, tanto sobre su suelo como sobre sus hombres, derechos tan completos como los que detentaban los soberanos leoneses y castellanos”.
Pero su mandato fue fugaz. Apenas cinco años después, en 1099, el Cid Campeador falleció. Sus restos fueron trasladados el año 1102 al monasterio de Cárdeña cuando su esposa Jimena comprendió que ya no estaba en condiciones de defender el principado legado por su marido. Marchó a Castilla junto a él con la ayuda de Alfonso VI. Al día siguiente, Valencia pasó a manos almorávides y permaneció fuera de la órbita cristiana durante más de 130 años. Tan increíble fue la proeza de conquistar Valencia que algunos historiadores del XIX como el alemán Aschbach todavía no se lo creían. Consideraron esa hazaña una fábula de la Historia Roderici. Aschbach defendía que era una ficción ideada para emular la caída de Jerusalén por los cruzados. Solo cuando aparecieron testimonios árabes relatando el cerco y rendición, se retractó.
LA ESPADA DEL HÉROE
La razón por la que el Cid fue enterrado en el monasterio de San Pedro de Cardeña resulta desconocida. Rodrigo había actuado antaño como procurador de los monjes, pero pareció un encargo ejecutado a iniciativa del rey más que por cuenta propia. De todos modos, el cenobio pronto sacó provecho de tan ilustre tumba, tejiendo en torno al héroe un aura legendaria que beneficiaba tanto al personaje como a la comunidad religiosa encargada de cobijar su descanso. En el siglo XIII, la orden cluniacense vivió un notable declive general. Aparecieron nuevas formas regladas de espiritualidad que ganaron más devotos y donaciones como los franciscanos y dominicos. Los benedictinos de San Pedro de Cardeña sufrieron ese menoscabo de recursos así que trataron de hacer que el Cid Campeador ganara una última batalla para ellos. Será aquí donde surja la denominada Leyenda de Cardeña que hacía especial hincapié en la dimensión religiosa y casi taumatúrgica del personaje. En este relato se incluirá la mítica escena del caballero que, una vez fallecido, fue subido a la montura y fijado a la silla de su caballo para vencer póstumamente a los almorávides. Pero también se añadió otro episodio más trascendental para el monasterio. El Cid habría dejado consignado en su testamento el deseo de ser enterrado en San Pedro de Cardeña para cumplimiento de lo cual habría destinado bienes y heredades. La figura del Campeador quedaba así unida al cenobio con la esperanza de que la fama del Cid sirviera de polo de atracción para los piadosos y su generosidad.
La última página en mito del Cid ha sido escrita el año 2007 cuando la Junta de Castilla y León y la Cámara de Comercio e Industria de Burgos pagaron 1.600.000 euros al marqués de Falces por la espada secularmente identificada como la Tizona de Rodrigo Díaz. Nada hay que avale documentalmente dicha procedencia y los informes técnicos corroboran esas dudas. Es más, otras espadas y hojas conservadas en Armerías o ya desaparecidas reclamaron o reclaman el ser también presuntas Tizonas.