Historia de Iberia Vieja

Un poeta en el paraíso

- Por Alberto de Frutos

SI PARA SARTRE el infierno son los otros –o nosotros para los demás–, el paraíso crece también a nuestro alrededor. A veces se planta ante nuestros ojos y, si vamos espabilado­s, lo reconocemo­s al instante. Uno va paseando por el Albaicín de Granada y no puede creer en su buena fortuna, aunque el viajero, ya os lo advierto, es quien busca su suerte.

¿A quién le importaría que ese laberinto de calles blancas y cármenes susurrante­s se cerrara sobre sí mismo y le hurtara todas sus salidas? No sería ningún problema petrificar­se y mirar eternament­e a los ojos a la Alhambra, o aguardar pacientes el regreso de Boabdil, igual que la puerta Fajalauza. LA CASA DE LOS MASCARONES Doré encontrarí­a hoy el paraíso perdido en este barrio altivo y nazarí, como un poeta de nuestro Siglo de Oro, Pedro Soto de Rojas, a cuya casa, la de los Mascarones, nos llevaron una mañana nuestros pasos. Quienes no rinden culto a otros lares que los de su hogar, se pierden estos encantamie­ntos. De repente, una placa colocada en 1926 hipnotiza al paseante, que descubre, en fin, que “en esta casa tuvo su paraíso en el siglo XVII el poeta granadino D. Pedro Soto de Rojas”.

Y, como ya no está entre nosotros para promociona­rse en las redes sociales, como ya no hablan de él en los programas de libros y solo lo conocen los muy leídos o los alumnos del instituto que lleva su nombre –o, acaso, los especialis­tas en Federico García Lorca, que lo leyó con gusto y provecho–, dejad que le dediquemos estas pocas líneas a modo de homenaje. CONCEPTIST­ASY CULTERANOS Hoy hemos reducido la querella entre conceptist­as y culteranos a un par de nombres, quizá porque nos hemos creído el mito ese de que solo usamos el 10 % de nuestro cerebro y tememos derrochar neuronas. Pero una guerra no es un lance entre dos caballeros, y hubo, pues, muchos contendien­tes en uno y otro bando. Pedro Soto de Rojas siguió a Góngora, es decir, que fue culterano, y miembro señalado de la Academia Salvaje o del Parnaso, donde se hizo llamar Ardiente. Alabado por Cervantes, amigo de Lope y protegido de Olivares, nuestro hombre arrostró varias penas de cárcel –revés común a tantos hombre de letras en aquellos días– y se dejó querer por las musas, que le soplaron su barroco Desengaño de amor en rimas o la gloriosa silva Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, un extenso poema dividido en siete “mansiones” que, a la manera de Jano bifronte, habla con los acentos del autor de Soledades y los suyos propios.

Tras abrirse camino en la Corte, tras avasallar y ser avasallado, volvió a su Granada natal en 1632 y allí residió, tan feliz en su carmen asimétrico, alzado sobre unos solares de moriscos y enriquecid­o con la gracia renacentis­ta. Como dijo Lorca, se encerró “en su jardín para describir surtidores, dalias, jilgueros y aires suaves. Aires medio moriscos, medio italianos, que mueven todavía las ramas, frutos y boscajes de su poema”.

Y no hay tiempo ni lugar para más, sino para volver a Granada y a los clásicos.

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