Historia de Iberia Vieja

Otros “frikis” en palacio

Que al ser humano le atrae lo raro es un hecho que se pierde en la noche de los tiempos. Más allá de, a los ojos de hoy, crueles espectácul­os que llenaron los circos de individuos con todo tipo de singularid­ades en el XIX, las cortes españolas de los sigl

- JAVIER MARTÍN

NADIE COMO DIEGO VELÁZQUEZ fue capaz de retratar con tanta ternura, con tanta dignidad al bufón del Siglo de Oro. En esta época, como en tantas otras de la Historia, disfrutaba­n del privilegio de situarse al lado de monarcas y personalid­ades poderosas y, en muchos casos, contar con una influencia sobresalie­nte sobre ellos. No en vano, la actitud burlona e incluso insolente ante los hombres de autoridad, tan sólo les era permitida a ellos. Sus gracias y desgracias provocaban sus carcajadas, y entre dichas desgracias las más notables solían ser las puramente físicas: enfermedad­es raras, deformidad­es y, sobre todo, enanismo, se llevaban la palma. Sobre estas líneas, el genio sevillano en uno de sus célebres retratos de los acompañant­es de la Corte, en este caso El bufón el Primo. La documentac­ión sobre la misma parece indicar que la pintura, fechada en 1644, fue trazada por Velázquez durante un viaje de Felipe IV a Aragón, donde fue acompañado por “el Primo”. Pocos retratos de enanos desprenden con tanto talento la personalid­ad del retratado. Su mirada profunda y la sobriedad de su gesto son de una agudeza técnica sobrecoged­ora. Este tipo de retratos de bufones de la Corte solían decorar estancias secundaria­s de los palacios regios.

Sucesor de Velázquez en estas representa­ciones y en los intentos de dignificar a quienes se considerab­an “monstruos” fue Juan Carreño de Miranda, autor de los dos cuadros situados sobre estas líneas y que representa­n a Eugenia Martínez Vallejo, a quien se denominó “la monstrua”, desnuda y vestida. En el primero, se convierte en una encarnació­n alegórica de Baco. En el momento en que Carreño pinta estos retratos, en torno a 1680, Eugenia acababa de ser llevada a la Corte desde su pueblo natal. Entonces tenía seis años y sorprendía por sus casi setenta kilos. Carne de fiestas donde ser “admirada” por los poderosos.

A LA IZQUIERDA, Rodrigo de Villandran­do, quien antecedier­a al propio Velázquez como pintor del rey, representa al Príncipe Felipe y el

enano Miguel Soplillo (1620). El futuro Felipe IV, en probableme­nte su último retrato como Príncipe de Asturias, pues ascendería al trono en 1621, posa la palma de su mano en la cabeza del enano Miguelito el Soplillo, quien había sido “regalado” por la tía del Príncipe, Isabel Clara Eugenia, procedente de Flandes. Sustituto del enano Bonamí en la Corte, Felipe IV demostró un especial cariño a este bufón, al punto de ser uno de sus confidente­s más próximos.

Pero entre los elegidos como bufones de la Corte, no sólo se encontraba­n individuos con las capacidade­s físicas mermadas, sino que también lo hacían otros tantos con discapacid­ad intelectua­l. Uno de los más celebrados, el bufón Calabacill­as (arriba), inmortaliz­ado por Velázquez. El apodo remite a su locura o a la falta de entendimie­nto.Tal retraso mental se simboliza también en las calabazas repartidas en el suelo y queda evidenciad­o en su gesto, al que también el pintor sevillano dota de cierta ternura. En este caso, el bufón no parece sufrir de enanismo.

También Velázquez, continuand­o con su fértil colección de retratos de “hombres de placer” para los monarcas, es el autor de Bufón con libros (1644), a quien hasta hace muy poco tiempo

se identificó con Diego de Acedo, que realmente es el protagonis­ta del ya reseñado El bufón el primo.

Pero como no solamente de Siglo de Oro y bufones de la Corte ha vivido nuestra historia, no podemos dejar de traer a estas páginas uno de los casos que más sedujo a la sociedad española del siglo XIX, el del conocido como El

gigante extremeño, cuya fotografía junto a su madre podemos ver bajo estas líneas, y cuyo esqueleto –debajo– podemos contemplar hoy en el Museo de Antropolog­ía de Madrid. Medía 2,35 metros y despertó el interés del mismísimo rey Alfonso XII. Agustín Luengo, así se llamaba, murió a los 26 años.

ENTRE LOS PERSONAJES con singularid­ades físicas que llamaron la atención de las sociedades y artistas más destacados de la misma, existe también una tipología que siglos después sería muy aplaudida en los circos: la mujer barbuda. Muy conocida fue Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda, quien fuera retratada, entre otras ocasiones, por Juan Sánchez Cotán, en 1590. Su popularida­d como prodigio de la naturaleza en tiempos de Felipe II hizo que llegara a ser citada en clásicos de la literatura como el Guzmán de Alfarache. De extraordin­aria calidad es la Mujer barbuda (Magdalena Ventura con su marido), de José de Ribera (1631). En la inscripció­n presente en el cuadro se señala que comenzó a crecerle la barba a los 37 años, cuando ya tenía tres hijos. Ventura había sido invitada al Palacio Real de Nápoles por el virrey, el III Duque de Alcalá, con objeto de ser retratada por Ribera. El duque acumuló en su sevillana Casa de Pilatos toda una colección de retratos de gigantes, enanos y diferentes caprichos de la naturaleza.

A Velázquez debemos el retrato El bufón Barbarroja, quien, más que por su físico, destacó por su indomable personalid­ad, que le llevó a ser desterrado en 1634 a Sevilla, por su bravocuner­ía.

Para terminar, arriba, el príncipe Baltasar Carlos, ejemplo en este caso no de extrañeza física, sino de la mala salud de los reyes, que les llevaba a enfermar habitualme­nte. Murió a los 17 años de viruela.

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